La Comunidad Autónoma de Madrid está pensando en considerar familia numerosa a las que tengan dos hijos, en vez de tres. Así ocurrirá que una misma familia pueda ser considerada distinta en función de si vive en Alcorcón o en Sevilla. Hay que escandalizarse lo justo porque eso, de hecho, ya viene pasando en otros muchos asuntos.

Los políticos hablan de la necesidad de redistribuir la riqueza. Pero su discurso se termina en el ámbito de las personas y las empresas. De los territorios ni hablemos. Porque si hablásemos, veríamos que hay una España cada vez más rica y otra cada vez más pobre. De hecho, existen territorios donde las izquierdas persiguen la ruptura con el Estado desde un argumento tan poco solidario como que España les roba recursos propios para destinarlos a otras comunidades menos prósperas. Es el caso flagrante de Cataluña. No muy escondido detrás del discurso soberanista está el hartazgo de la burguesía catalana por aportar parte de su riqueza a la caja común del Estado para beneficio de andaluces o extremeños. Sí chicos. Jeringa, pero es totalmente cierto.

El Estado de las autonomías se definió como la manera de acercar la administración al administrado. Pero nadie nos dijo, en aquellos años, que en realidad se estaba construyendo un mapa social en donde unos, los más afortunados, tendrían servicios públicos de nivel europeo mientras que otros estarían condenados a comerse eternamente sus propios mocos.

Es frecuente que leamos estadísticas sobre el nivel educativo o sanitario en unas comunidades frente a otras. Es la liga de los servicios públicos esenciales sobre los que se construye el Estado del bienestar. Y en esa clasificación se percibe que unos están muy bien y otros no salen de la cola y se encuentran siempre al borde del descenso de la categoría social.

Este país de dos velocidades es la consecuencia directa del fracaso del Estado en su papel arbitral y redistribuidor de riqueza. Se ha permitido, por no decir fomentado, un estado federal en donde se han acentuado las asimetrías de los territorios en función de su riqueza económica, de tal suerte que Navarra es un país que en nada se parece a Extremadura. O que ser un mayor dependiente en Canarias sea una desgracia frente a serlo en el País Vasco.

Cuando pensamos que el mayor problema territorial del Estado es el conflicto que se ha liado con Cataluña nos está cegando el humo del incendio político. El fracaso más sonado como sociedad de este país llamado España es el conjunto de las desigualdades que se han instalado como una tupida enredadera entre los diecisiete estadillos que forman la casa de Tócame Roque. Cuando hay que recortar el gasto y apretarse el cinturón Madrid no distingue entre gordos y flacos. Da igual quien gobierne; las desigualdades aumentan vertiginosamente. La mano que mece la cuna, esa oronda administración central, corte de excelentísimos chupatintas y legisladores compulsivos, nunca se pone a dieta. A los que amenazan su supervivencia los digiere con un chalé en Galapagar. Y ni siquiera eructa.