Borges tiene un artículo maravilloso -no excede de un par de páginas- que escribió bajo el título El arte de injuriar. Uno de los mejores insultos que incluye es una observación del doctor Johnson: "Su esposa, caballero, con el pretexto de que trabaja en un lupanar, vende género de contrabando". Era una edad gloriosa. La injuria no se malgastaba en nimiedades. Era un artefacto verbal que se ponía en marcha en coyunturas concretas para obtener, al menos, la eternidad de un instante memorable. Borges postula (creo recordar que aludiendo a la antropología) que el insulto, la injuria, la descalificación feroz, derivaron en su momento de maldiciones codificadas mágicamente, no de razonamientos. Quien insulta no suele razonar. Cuando se razona no se obtiene un insulto, sino una sátira, es decir, una crítica sin duda derogatoria, pero más o menos argumentada, coherente, impregnada de sentido.

Sin embargo, desde hace algunos años, el insulto se ha devaluado, transformándose poco menos en un derecho democrático. En muchos casos el que insulta ni siquiera registra su agravio o su ultraje como tal, sino que lo entiende como una función fisiológica perfectamente respetable, aceptable, normalizada. La trivialización del insulto es incesante, pero no le resta valor infeccioso ni deja de erosionar la convivencia política, cultural o ideológica. Pedro Sánchez es un criminal usurpador, Pablo Casado un fascista, Arrimadas una oligofrénica, Pablo Iglesias un vividor inescrupuloso, Cayetana Álvarez de Toledo -se lo he oído a un supuesto humorista que intentaba y conseguía hacer reír a Gabriel Rufián- la madre parturienta de un alien. Como el insulto democratizado no reclama -en realidad no tolera- ni inteligencia ni argumentos, todo termina deshaciéndose en una papilla semántica donde solo brillan medio segundo los truños y los escupitajos de los insultadores. Nada tiene sentido, salvo la voluntad de aplastar bajo el asco y el desprecio al insultado. La realidad es irrelevante y carece ya de cualquier prestigio epistemológico. Si, por volver a un ejemplo anterior, se trata de denigrar a la diputada Álvarez de Toledo llamándola pija ignorante, hay que apresurarse a señalar que su doctorado en Oxford no vale nada, porque ella misma es la prueba de que a cualquiera le dan un doctorado en Oxford. Es decir, que basta con mi voluntad de vejarla para que quede legitimada cualquier crítica -y por supuesto cualquier futuro insulto- en un estúpido pero atroz círculo de sinsentidos. El insulto ya no es una pedrada. Es un intento de despersonalización absoluta del individuo -o el colectivo- menoscabado para que no queden intactos ni su pellejo ni sus palabras ni su dignidad.

Todo esto lo pensaba cuando el enésimo botarate en una red social insultaba -como no- a un humorista gráfico porque no le gustaba que se metiera con el político o el partido de su predilección. No, no lo criticaba: le insultaba por su infecta deshonestidad. Lo más asombroso, sinceramente, es la idiota convicción del energúmeno de que disfruta de pleno derecho para hacer lo que hizo y lo que suele hacer a diario. No cabe esperar de esta jauría, cada vez más numerosa y fragmentada en sus fobias y sus filias, esa réplica maravillosa, igualmente recogida por Borges en su texto, de un hombre al que su interlocutor le había tirado una copa de vino en la cara: "Eso, señor, es apenas una digresión. Espero su argumento".