El pasado día 12 del presente mes cumplí mis primeros noventa años de vida. Nadie puede extrañar, pues, que muchas veces observe cómo me desorientan mis innumerables lagunas mentales; unas lagunas carentes, a veces, de importancia, aunque en algunas ocasiones me lleven a situaciones de cierta preocupación. Sale todo esto a relucir porque, hace unos días, en la tertulia que solemos tener algunos amigos en la plaza de Arriba de mi pueblo, surgió un diálogo absolutamente humorístico en el que intervinieron Lorenzo Dorta, por Garachico, y Álvaro Fajardo, por Icod, con sus intereses recíprocos, tendentes a intercambiarse el Roque y el Drago (o el Drago y el Roque, como ustedes quieran). En un determinado momento de la discusión, dijo Álvaro:

-Pero, ¿para qué quieren ustedes un drago si tuvieron uno en el año 1600 y decidieron derribarlo para levantar en su lugar un edificio?

Como yo mostrara entonces mi sorpresa, el bueno de Álvaro me preguntó de sopetón:

-¿Tú no has leído el libro que, sobre el convento dominico de este pueblo, escribió el cronista oficial de Garachico, José Velázquez Méndez?

Por supuesto que lo leí nada más ser publicado, hace ahora 23 años. Lo leí, además, con sumo agrado porque me pareció siempre un trabajo sumamente interesante y bien escrito, además de contar con un espléndido prólogo que salió de la mente del excelente historiador silense José Miguel Rodríguez Yanes. Pero nada de esto tiene que ver, me parece a mí, con el hecho de que Garachico hubiera tenido un drago en 1601, fecha en la que parece hicieron su primer intento los frailes dominicos de trasladarse desde San Pedro de Daute, donde moraban, hasta la zona urbana del municipio.

-Pues métete de nuevo en la lectura del libro de Velázquez Méndez y te convencerás de que es cierto cuanto ahora te digo -insistió Álvaro.

Y, en efecto, me fui a casa, entré de lleno en mi modesta biblioteca, extraje el libro de Cheo Velázquez y me dispuse a leer con calma, no sólo lo que él opinó sobre el caso sino que volví a interesarme por el prólogo de José Miguel. Y puedo decir ahora que encontré, no una vez sino varias, tres palabras escritas formando un todo: "Cercado del Drago". Ya saben ustedes que la voz cercado significa una cosa así como "lugar o terreno circundado por una valla o un muro para demostrar que pertenece a una persona o familia en particular". Aunque ya se sabe que en los pueblos se suele llamar de un modo u otro a un espacio, sin que ello obedezca siempre a un motivo justificado.

Ocurre, amigos, que los frailes que componían la congregación dominica establecida en San Pedro de Daute en los días a los que nos estamos refiriendo vieron en todo momento la estrechez del lugar y estaban decididos a ubicarse más cerca del puerto. Por lo menos en la zona considerada urbana, más o menos cerca de la ensenada. Y fue por entonces cuando don Nicoloso de Ponte y Cuevas, propietario del llamado Cercado del Drago, ofreció tal terreno a los frailes para que instalaran allí su convento, que aún se conserva -en muy buen estado, por suerte- aunque ello hubiera sido causa de la desaparición del drago al que ha hecho referencia nuestro amigo icodense Álvaro Fajardo.

Digamos que antes de que los frailes dominicos abandonaran su anterior iglesia para bajar a los lugares costeros, ya había en el cercado una pequeña iglesia o ermita dedicada a San Sebastián, lo que lleva la existencia del hipotético drago a fechas más lejanas. Puede que el drago, si existiera hoy, no fuera centenario, sino milenario. El historiador local cita el Cercado del Drago en la página 47 de su libro y se refiere al terreno que don Nicoloso de Ponte cedió entonces a los frailes y que tenía 30 pies de largo. Luego se cita el mentado Cercado en las páginas 63 y 64, siempre con el nombre de Cercado del Drago; pero en las páginas 196-197 y 198 se habla de Cercado de San Telmo. Y como tal nombre se cita al hablar del desaparecido convento de clarisas, ha habido confusiones sobre si se trata del mismo espacio que se llamaría de un modo u otro, o si se trataría de dos terrenos contiguos.

Tengo que reconocer, de todos modos, que no di importancia alguna al asunto del terreno la primera vez que leí el libro del cronista oficial de Garachico. Lo leo ahora despacio y tengo que acordarme de Álvaro, aunque yo no esté muy seguro de que la razón está de su parte. Es posible, de todos modos, que entonces no se diera importancia alguna a un árbol aunque se tratara de un ejemplar centenario. Si tal drago existió, yo lamento que haya desaparecido, aunque me consuelo pronto porque el edificio erigido en el lugar es también algo que nos satisface y nos enorgullece.