La película de Alejandro Amenábar (Mientras dure la guerra) me pareció un filme correctamente hecho, un pelín bienintencionado, esmaltado de intuiciones e imágenes sugerentes, pero no me emocionó, y yo soy un unamuniano de primera hora, porque el primer libro vagamente filosófico (o teológico) que leí fue Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos. En realidad, Unamuno, quizás el escritor más cultivado y leído del siglo XX español, no fue nunca un filósofo, ni un filólogo, ni un helenista. En todos los géneros y a lo largo de una producción amplísima Miguel de Unamuno se dedicó a tejer y destejer la expresión literaria de sus conflictos y disidencias internas, de sus combates espirituales y sus desahogos terrenales. Es difícil encontrar -incluso a ratos imaginar- un escritor más egoísta que Unamuno: lo que existe en el fondo en Del sentimiento trágico de la vida es su hambre insaciable de inmortalidad personal, alongada sobre cientos de citas y referencias en media docena de idiomas, griego y latín apartes. Unamuno quería ser Unamuno para siempre. El Universo era un punchingball para su inteligencia verbal, una inteligencia sentiente, porque en la oposición, contra esto y aquello, sentía agudizar su lucidez. Las paradojas no eran juegos verbales, sino nuevos combates de una línea entre lo gárrulo y lo hermoso, entre la pereza y la sorpresa, entre lo intuido y lo razonado.

Un hombre como ese, cuya experiencia vital no era insignificante, pero en absoluto especialmente rica o intensa, fue un héroe de la II República en sus inicios, después de haberse exiliado por la oposición a Miguel Primo de Rivera. El nuevo régimen -en el que participó como diputado independiente en la coalición republicano-socialista de 1931- lo defraudó rápidamente. Unamuno no era un hombre progresista. No lo fue ni cuando leía a Marx y Engels de jovencito. La República fue a su gusto demasiado lejos. Apoyó el golpe de Estado de julio de 1936 y proclamó su fe y su admiración por Franco, Franco, Franco. El Gobierno republicano lo destituyó como rector perpetuo y los franquistas lo restituyeron en el cargo. Solo después, y en particular a partir de mediados de agosto, Unamuno descubrió que los militares no pretendían rectificar una República prerrevolucionaria, sino instituir una dictadura feroz que limpiara España a sangre y fuego. Amigos, compañeros y vecinos suyos fueron secuestrados y asesinados. Uno de las carencias de la película de Amenábar es, precisamente, que el director no consigue mostrar la evolución del escritor en esos meses de horror y catástrofe. Al final, por supuesto, está el gran episodio de la inauguración del curso académico en Salamanca. Una cosa fue ofrecer recitales a las tropas del frente para regresar rápido a Madrid y hospedarse en el Palacio de las Dueñas, como hicieron Rafael Alberti y María Teresa León, y otra decirles a la cara a los fascistas durante un acto público, en una ciudad tomada por los fascistas, que eran escoria, una escoria que vencería, pero que jamás convencería. A fuerza de no callarse el egoísta se redimió en un instante excepcional de valor cívico y ejemplaridad moral.

En la película, Unamuno visita a Franco para pedirle clemencia. "Se está fusilando a gente sin mediar juicio siquiera". "Los rojos tampoco lo hacen", le replicó Franco, "pero debe saber que nosotros le ponemos siempre un sacerdote para que confiesen sus pecados". A esa basura infausta se le saca hoy de su grotesco mausoleo. Más allá de retóricas y propagandas unamunámonos todos en este magnífico día.