En el muestrario visual que cargamos como nuestro mejor y más emotivo equipaje está la única e inolvidable Giselle encarnada en una septuagenaria larga que, con levedad alada, sembraba asombros y suspiros de pasmo en cada paso o evolución. Aplaudí con ardor ante la imposible comparación con las otras versiones conocidas del ballet de Adolphe Adam y libreto de Théophile Gautier en el Gran Teatro de La Habana que, desde 2015, lleva su nombre y donde en los últimos días se veló su cadáver y se le rindió homenaje hasta su entierro en su panteón familiar del cementerio de Colón.

Hija de españoles y en la frontera de los noventa y nueve años, Alicia Alonso se formó en la habanera Sociedad Pro-Arte y continuó sus estudios de danza clásica en el exigente American Ballet de Nueva York; allí debutó en 1931 e inició una carrera con coreografías de Anthony Tudor, Leonide Massine, Agnes de Mille, Mikhail Fokine y Jerome Robbins. Fue la primera bailarina americana que entró en la programación de los grandes teatros de la URSS y la invitada especial de los festivales más prestigiosos de Europa Occidental.

Fundadora y directora del Ballet Nacional de Cuba, que fue, y aún es, su mejor embajada cultural, doctora ad honorem por la Universidad de La Habana y embajadora de buena voluntad de la Unesco, nunca negó su identificación plena con el régimen castrista pero tampoco entró en debates con sus compatriotas intelectuales y artistas disidentes o en el exilio. Su viva inteligencia, su finura en el trato, su fortaleza física y mental -que le permitieron hacer la más larga carrera conocida, aún con el hándicap de una temprana e irreversible ceguera- le valieron un prestigio unánime en los ambientes más diversos y selectos, además de numerosos premios y distinciones internacionales -entre otras la Legión de Honor de Francia y la Medalla de Oro de las Bellas Artes de España- y el carácter de leyenda y símbolo viviente para sus compatriotas que, desde las cuatro esquinas de la Isla, acudieron en masa a sus estrenos y la despidieron en una gran manifestación de duelo.

Este último fin de semana repasé un par de libros sobre la egregia bailarina, sobre su inteligencia radiante y su personalidad arrolladora; el primero, de Francisco Rey y Pedro Simón, describe la órbita de una leyenda; el segundo, de su paisana Mayda Bustamante, con la eternidad de Giselle como sumario, retrata el sentimiento común con que abrí esta columna.