Multitud de medios de comunicación han orquestado una manipulación informativa para presentar la movilización en Catalunya como un ejercicio independentista violento y de terrorismo extremo. Su fin es relanzar el bipartidismo, el constitucionalismo monárquico y, sobre todo, anular cualquier opinión pública que demuestre que nos hemos convertido en ciudadanos de una falsa democracia.

Los enfrentamientos entre Fuerzas de Seguridad y grupos de manifestantes violentos se han utilizado para desviar la atención respecto al movimiento pacífico que aglutina a miles de catalanes. Estos últimos han salido a las calles sin temor, no para exigir la independencia, sino para reclamar los derechos y libertades arrebatados por el Estado español y condenar la persecución y castigo que sufren aquellos que piensen u opinen distinto. Esos enfrentamientos, que monopolizan la información a todas horas, son una acción-reacción, producto de la institucionalización de la corrupción y de la pérdida de la condición humana de una población a merced del capital, lo que conlleva que una parte recurra a la acción violenta para conquistar lo que se le ha arrebatado o se le niega.

Los catalanes han dado un paso más allá del simple cuestionamiento del sistema político nacido con la Transición y que supuso un reparto de poder: quieren transformar ese sistema viciado, donde se gobierna de espaldas al pueblo y bajo la etiqueta del descrédito. Ninguno de esos medios, como tampoco el Estado, explica por qué se les niega la posibilidad de hacer un referéndum, tal y como lo recoge la Constitución, pero sí justifican la necesidad de emplear la violencia para mantener el orden y la seguridad en ese territorio.

Precisamente, el ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, dijo el sábado pasado lo siguiente: "En una democracia, el monopolio de la violencia lo ejerce el Estado". Ese mismo político ha criminalizado lo que está sucediendo en Catalunya y respalda la violencia oficial como el medio para solucionar este hecho. Por tanto, esa forma de proceder genera a su vez más violencia social.

La mayoría de catalanes ha dado un ejemplo de civismo e integridad al continuar con las manifestaciones de forma pacífica, frente a un Estado que no sabe cómo reaccionar ante esto y que recurre a la violencia oficial para quebrantarlo. Marlaska se interesó abiertamente por la situación de los policías nacionales heridos durante los días de protesta e incluso se garantizó la presencia de esos medios de comunicación para que recogiesen el momento. No hizo lo propio con las personas que han perdido parte de su visión por culpa de las pelotas de goma que les lanzaron policías como ese. También obvió los incontables vídeos que demuestran el nivel de ensañamiento ejercido por los Cuerpos de Seguridad. Como es una violencia oficial, no la cuestiona quien, a su juicio, tiene el derecho a ejercerla.

La Transición nos convirtió en agentes pasivos y este rol dura hasta hoy en día, donde nuestras revoluciones las hacen los políticos, que dirimen el presente y futuro. Por eso, el Estado no sabe cómo actuar contra un pueblo autoorganizado, que ha tomado las autopistas sin permiso y con una conciencia política y colectiva formada desde hace décadas. Estas manifestaciones pacíficas no reproducen los cánones de las huelgas generales, promovidas por unos sindicatos que viven a costa de las subvenciones públicas. Aquellos comunican con antelación el día y el trayecto para manifestarse, en una muestra de que hay que pedir permiso a la mano que te da de comer.

Ahora, todos los partidos están interesados en rentabilizar la cuestión catalana para las próximas elecciones. La izquierda domesticada de Podemos e Izquierda Unida ha olvidado la casta y la lucha de clases, respectivamente. Por eso, la transformación solo la hará un pueblo que encuentra en cada golpe un motivo más para seguir luchando.

* Licenciado en Geografía e Historia