No hay que negar que los independentistas derrochan creatividad e imaginación en la calle y en las instituciones. La magia no parece tener fin. En un suspiro la senyera se transformó en estelada y esta en varita soberana, que todo lo puede en nombre del pueblo de Cataluña. De la chistera de la Generalitat no dejan de salir derechos desconocidos para la Constitución y los convenios internacionales firmados por España, pero ya se sabe que la magia es engaño creíble: derecho de autodeterminación, derecho a decidir, derecho a convocar referendos, derecho de resistencia, derecho de desobediencia. A ellos se unen los clásicos derechos fundamentales, pero, tocados por la varita independentista, se convierten en ilimitados e incluso mudan de nombre. La libertad de expresión y el derecho a manifestarse se funden en un novedoso derecho a protestar y cualquier medio y lugar se consideran lícitos para expresar la protesta, ya se trate de inundar los espacios públicos de lazos amarillos, cortar autopistas y vías de tren, colapsar estaciones y aeropuertos o montar una batalla campal en las ciudades. Como remate, del fondo de la chistera sale una blanca paloma, porque, los independentistas son, sin excepción, gente de paz, aunque la llama secesionista queme lo que encuentre a su paso o simplemente impida a los demás ejercer sus derechos, estos sí, constitucionalmente reconocidos. De ahí que a la Generalitat le cueste tanto condenar los excesos de las protestas y en su lugar pida explicaciones a su policía autonómica por reprimir el desmelenado ejercicio patriótico de esos imaginados derechos. Además, toda la actividad independentista aparece envuelta en el celofán de una democracia prêt à porter; en Cataluña hasta los tsunamis son democráticos. Si de tanto apreteu la paloma se caga en plena actuación, no es problema. El mago Torradellas exhibe ante el público sus dotes de adivinación y muestra que, en realidad, la mierda es de un pajarraco infiltrado bajo el plumaje soberanista.

El hechizo independentista alcanza a buena parte de la izquierda española, fascinada por la capacidad de movilización de los nacionalistas y por su habilidad para aparecer como demócratas sin dejar de ser antisistema; una izquierda incapaz de deshacerse de tics antifranquistas, en los que la periferia con lengua cooficial aparece siempre como víctima y la policía como aparato represor de libertades. Hasta el TS ha sucumbido a ese encanto, porque, al descartar el delito de rebelión, no se limitó a constatar la falta de una suficiente violencia en torno al referéndum del 1 de octubre. Añadió también que la intención de los procesados no era derogar en Cataluña la Constitución ni declarar la independencia de una parte del territorio nacional. Todo se resume en la ensoñación de unos líderes que consiguieron engañar no sólo a las instituciones españolas, obligándoles a aplicar el art. 155 de la Constitución, sino también a los propios independentistas de a pie, que votaron el referéndum creyendo ingenuamente que daban paso a una secesión unilateral, cuando no era más que una demostración de fuerza sin capacidad para hacer capitular al Estado. Con un análisis judicial tan bondadoso no es preciso que la Generalitat aplique su probada hipnosis para convencer en el interior y en el exterior de que las penas impuestas son exageradas, aun siendo las mínimas que contempla el código penal para los delitos de sedición y malversación.

A estas alturas del procès, la chistera significa tanto un sombrero para la magia independentista, como un recopilatorio de graciosos inventos jurídicos de la Generalitat, eso sí, contados con la seriedad de Eugenio, el cómico catalán ya fallecido. ¿Saben aquel dret que diu DUI?

Si alguien se perdió la función en los muchos escenarios del independentismo, que se preocupe en este caso, porque cada uno en su puesto todos gritan lo mismo, ¡Ho tornarem a fer!.

*Catedrático de Derecho Constitucional