Esto va por ustedes. Por los que afirman desde aquí que la situación de Cataluña debe producirnos envidia. Especialmente, la gran conciencia nacional de los catalanes -porque para ustedes, como para los independentistas catalanes mismos, los únicos catalanes son los que optan por la independencia- que es algo así como un salto evolutivo en el desarrollo entre el primate y Dios todopoderoso. Debe producirnos envidia la fractura de una sociedad, las mentiras institucionalizadas, el gamberrismo como gesto político consentido, el 3 % y la fortuna multimillonaria amasada por quien gobernó ese país durante veinte años y sus hijos, la puesta a disposición del aparato del Estado -que en Cataluña es la Generalitat y la Administración autonómica- al grotesco servicio de intereses partidistas, una televisión propia cuyo sesgo y manipulación convierten a la TVC en la BBC, unas calles iluminadas por antorchas y contenedores ardientes, un presidente superfluo, mentecato y narcisista que se cree un patriota revolucionario, pero cuya policía apalea como cualquier otra cuando debe hacerlo y a veces cuando no debe también.

Pero especialmente va por esas izquierdas a las que se le humedecen los ojos cuando ve una barricada, recordando que, como se decía hace medio siglo, la barricada cierra la calle, pero abre el futuro. ¿Qué futuro? Más o menos da lo mismo, porque lo importante es el impulso revolucionario, la ola de hostias vivas que lleva al proletario surfero encima. Cuando lleguemos al futuro pues ya resolveremos. Exactamente: el ensueño de cualquier revuelta contra el poder político como una rendija abierta para el desarrollo de una vía insurreccional, aunque constituya una paradoja repulsiva constatar el apoyo innegable del Gobierno autónomo -que gestiona prácticamente todo en Cataluña- en los enfrentamientos contra el Gobierno central, que tiene una intervención casi residual en la vida política, social y cultural de la comunidad. Así que en Barcelona se juega su supervivencia -serpenteando bajo las reivindicaciones secesionistas- el pringoso mito revolucionario. No puede ser que el entrañable ciclo revolucionario -la revolución como esperanza escatológica e idioma cohesionador- haya terminado, no puede ser que sea imposible no retorcer el cuello al sistema con un par de meses de algaradas, huelgas generales, incendios y manifas. La justicia es política, España es una dictadura, la policía es fascista, y lo mejor que pudiera ocurrir es que todas las calles de España se vieran afectadas por un tsunami democrático, es decir, por la violencia callejera como prolegómeno de la deslegitimación del sistema y la caída de la democracia parlamentaria, la dinastía borbónica y Estrella Galicia. Barcelona es ahora la meca de una miríada de microbianas fuerzas de extrema izquierda, comunistas y anarquistas y rojipardos felices, atraídos como moscas por el conato de inestabilidad, por escenas como una jefatura de Policía sitiada durante horas con fuego y piedras, palos y bengalas. Desde Roma, Matteo Salvini aplaude las noches catalanas, y estoy seguro de que desde Madrid Santiago Abascal y su corte no creen todavía en su suerte. No, idiotas, aquí no había ningún fascismo. Lo están llamando ustedes a gritos. Encendiendo hogueras para que no se pierda en la noche y llegue antes del amanecer.