Llevamos años instalados en la percepción de que el país no avanza, que nada se mueve en la dirección adecuada. No es una percepción nueva, por más que tendamos a descubrirla en cada ocasión como si fuera fruto de los días que vivimos. En realidad, ese pesimismo es consustancial a la Historia de España, tal y como la hemos interpretado siempre los españoles. Su máxima manifestación es la pérdida de las últimas colonias americanas y asiáticas, el desastre del 98, que supuso al mismo tiempo una derrota militar inevitable -la de una efímera guerra contra los Estados Unidos- y la confirmación de que el antieuropeísmo español, forjado en las guerras religiosas y refrendado con el levantamiento contra la invasión napoleónica, no podía sostenerse tras la caída del imperio.

Fue en esa etapa de nuestra historia, probablemente como respuesta a la pérdida de una supuesta grandeza colonial, pero también a los nacionalismos que comienzan a surgir en la periferia, cuando el pensamiento español reacciona con una vívida defensa de la reincorporación nacional a la civilización europea. Personajes como Joaquín Costa, precursor de esa idea, Ortega y Gasset, el propio Azaña, son claves en ese proceso, que siembra a las clases medias que comienzan a surgir en las principales ciudades del país, y se quiebra con el fracaso de Marruecos, y el recurso a la intervención militar, una intervención que se impone sin siquiera un desfile o una arenga, porque la vieja clase política dinástica encontró en el golpe de Primo de Rivera la salida a la crisis institucional que supuso la derrota militar en el barranco del Lobo y Annual. Un golpe surgido de un ejército humillado que en pocos años llevaría al rey Alfonso al exilio, y alumbraría una república nacida mientras Europa se hacía fascista, y que quiso ser democrática pero no supo ser también liberal.

A partir de ahí, la historia nos es más próxima: la ilusión republicana se hundió en luchas intestinas para dar paso a la Guerra Civil y un estado dictatorial y autárquico. Y otra vez, cuarenta años más tarde, fueron las clases medias las que hicieron avanzar a la nación en dirección a un doble acuerdo para superar el pasado y resolver las tensiones territoriales entre centro y periferia. Un acuerdo constitucional imperfecto y -gracias a eso- estabilizador y duradero que proporcionó al país el mayor impulso político y económico de su historia reciente y nos metió en Europa.

La gran recesión de 2008, el aventurerismo populista de la política indignada surgida de la crisis y el egoísmo de los partidos constitucionales provocaron una etapa de revisión destructiva del mayor logro de la democracia española: ahora vivimos la quiebra de los consensos constitucionales, con una inútil y perversa revitalización simbólica de aquel franquismo que habíamos enterrado para siempre, y de esa Cataluña trágica que incendia sus calles a la búsqueda de un faro que ilumine su viaje a ninguna parte.

Hemos regresado a lo más recurrente de nuestro imaginario colectivo: un país atascado, a la espera de liderazgos capaces de entenderse y de una ciudadanía dispuesta a coger el relevo de sus mayores. Pero han pasado ya casi ocho años desde lo peor de la crisis, y las dirigencias que se nos presentan son siempre peores que las anteriores. ¿Y los ciudadanos? Como en el 98: hablando en los bares y escribiendo en los papeles sobre lo mal que está todo. La mejor receta -nos dice la Historia- para que todo vaya aún peor.