Estamos viviendo de prestado, de un dinero que tendrán que pagar con el sudor de su frente nuestros nietos, pero lo que nos ocupa ahora mismo es resolver el damero maldito de unas nuevas elecciones, porque la inutilidad no se ha puesto de acuerdo. Como si no hubiera problemas. Como si el sistema de pensiones no estuviera en peligro. Como si Europa no estuviera afrontando una crisis. Como si la ola de frío que invade la economía no anunciara más paro y pobreza.

Lo malo de los problemas emocionales es que no se pueden resolver con métodos racionales. España, ahora, sobre todo es eso. En el octubre del 19 la playa está bajo los adoquines de las calles Barcelona. Los grandes asuntos son el traslado de la momia de un viejo y cruel dictador o la lucha por la independencia de un pueblo imaginado. Conflictos sentimentales.

Los grandes asuntos no se encaran, porque estamos ocupados en la espuma de los titulares. En un postureo demoscópico trivial. La partitocracia jamás había atesorado tal nivel de frivolidad e incompetencia. La política, tristemente, se ha convertido en un poder que solo parece servir para servirse a sí mismo, olvidando que son la piedra angular sobre la que descansa la democracia.

Acaban de salir nuevos datos sobre la pobreza en Canarias. Setecientas mil personas atraviesan graves dificultades para subsistir. Los medios cumplen con el rito de publicarlo. Y la vida sigue, como si nada, hasta el próximo estudio. ¿Por qué se dan estas cifras escandalosas? El musgo solo crece en la humedad. La renta de las familias canarias es peor que la media del Estado. Estamos a la cola de los salarios que cobran los trabajadores. Tenemos doscientas mil personas paradas, aunque seguimos importando cada año miles de trabajadores foráneos. Y todo eso durante un periodo en el que nuestra economía, movida por la venta de servicios turísticos, ha batido todos sus récords históricos. ¿Qué podemos esperar si cuando todo va bien ocurre que a tantos les va tan mal?

Canarias lleva muchos años amodorrada en la confortable mendicidad de Madrid y Bruselas. Nadie se ha parado a pensar que nos integramos en la Unión Europea para defender la agricultura y la industria y que, tres décadas después, esos dos sectores andan igual o peor en el PIB de las Islas. Nos enchufaron una manguera de subvenciones e inversiones que han ido a parar a grandes infraestructuras, pero solo hemos logrado el milagro de crear una sociedad más dependiente. Y más pobre.

El mensaje de nuestro Gobierno canario es que hay que ocuparse de los que peor están. Esos que salen en las cifras de la pobreza. Y para hacerlo hay que tirar de dinero. Como de Madrid no vendrá más y de Europa tampoco, hay que ponerlo de nuestro propio bolsillo. Pero el esfuerzo fiscal que este Gobierno quiere pedirle a la sociedad de las Islas para los años venideros, siendo bienintencionado, será estéril. Subir el IGIC y otras figuras fiscales en medio de una caída del turismo y de un enfriamiento económico generalizado no cubrirá las necesidades del Gobierno para atender a los más vulnerables y encarecerá aún más la vida de los canarios que ya es, por cierto, de las más caras del país.

El problema de Canarias no es la riqueza, sino la pobreza. Y para reducirla, hasta su extinción, esta tierra necesita acabar con el paro y con los salarios de miseria. Necesita menos hormigón y más desarrollo. Que el pequeño empresario no se aburra de intentar abrir un comercio. Que inversiones de cientos de millones, como una regasificadora, no salgan huyendo. Hemos fabricado un sistema tan garantista que una pulga, además de romper un lebrillo, es capaz de detener cuarenta excavadoras. Pero, además, creamos una burocracia que convierte en un infierno cualquier iniciativa. La especie peor protegida, después del trabajador, es el inversor canario. Los proyectos tardan una eternidad o se mueren de cansancio, a pesar de que lo público emplea a más de ciento veinte mil eficientes empleados para tramitar expedientes.

Tal vez algún día nos volvamos a plantear si nuestro futuro está en las libertades comerciales y arancelarias, en el turismo y el comercio y en la habilidad para poner en valor nuestra posición geográfica cercana a un continente que despierta. No es probable, porque no está en la agenda de una política mediocre, un empresariado afónico y un sindicalismo asténico.

De momento, mientras las islas británicas se segregan de Europa y en Barcelona incendian las calles pidiendo independencia, nosotros deberíamos quemar contenedores para pedir más Estado. Si nos destetan, nos morimos.