A la hora en que escribo esto sangra el país por un costado. Los motivos son siempre distintos y siempre los mismos. Se veía venir y se vino. No añadiré una palabra ni me arrojaré a ninguna pira. Porque todo está dicho (en las tertulias, en los bares, en las redes) pero entender, no hemos entendido nada.

La revuelta que a mí me ha tocado el corazón esta semana es otra.

Verán, yo crecí en las manis porque mi padre, además de escritor y currante, era sindicalista. Del metal. Junto a él, por acompañarle la timidez, me comí aburridísimos mítines y disfruté conciertos emocionantes. La última protesta que hice a su lado fue contra la Guerra del Golfo. Estaba yo en los primeros años de carrera y me encontré a unos cuantos de mi clase coreando consignas tan edificantes y líricas como: "a tomar por el ano el gobierno americano". (Sí). Mi padre no ocultaba su profundo desagrado por el ripio pero, aún así, me miraba como preguntándome si no querría yo más estar con mis compañeros que acompañar a un cuarentón apaciguado por los años en las formas, pero comprometido en su interior y en sus acciones hasta el final de sus días. Les juro que yo prefería quedarme con él. Siempre en una orillita, discreto, nunca portando la pancarta principal.

A mi padre, antes de olvidar quién era, le dio tiempo a desencantarse del pecé, del sindicato y de la vida. Pero cuando había que salir a la calle a reivindicar lo justo, salía a como diera lugar. Cuando había que salvar a un compañero a punto de acabar en la indigencia, ahí estaba, poniendo en juego lo poco que tenía por entonces. Era generoso y solidario. Demócrata y conciliador. Y defensor de las causas perdidas. Y utópico. Y, esencialmente, bueno.

Mi recuerdo más vívido de los 80 no está en ningún recopilatorio. Es el de mi padre recién salido de la enésima huelga por el convenio, a medio afeitar, abatido y circunspecto, diciéndole a mi madre: "Mary, este mes comemos papas y huevos". Lo cual, para él era una angustia y para mi hermana y para mí la mayor y más secreta de las alegrías.

El miércoles vi llegar a Madrid a varios millares de pensionistas de la edad que podría tener hoy mi padre. Los vi alcanzar su meta con bastones, en silla de ruedas, incluso, porque esa generación que nunca ha podido ser del todo libre, que trabajó para ayudar a sus padres, trabajó para criar sus hijos y ahora mantiene a sus nietos, está muy baqueteada.

Los vi llegar y me emocioné porque estoy segura de que han hecho ya tanta calle que se tienen más que ganado el derecho a decir: "ahora que protesten otros".

Y, sin embargo, en lugar de ver Sálvame o la novela de sobremesa tirados en el sillón se han tirado a la carretera a defender lo suyo y lo mío.

Los vi llegar a buen paso, sonriendo algunos, cantando otros, rejuvenecidos muchos.

Y me dieron ganas de aplaudir. Ganas de que mi padre no hubiera muerto y pudiéramos ir los dos juntos a la mani, a criticar lo mal rimadas que están las consignas y a emocionarnos con los discursos porque -diría mi madre- somos unos llorones.

Discutiríamos muchísimo, estoy segura. Yo lo acusaría de antiguo y de naif.

Él, con los 46 que tengo en todo lo alto, me diría que no sé nada de la vida. Que las cosas no son tan sencillas como pienso. Que a él no le venga a dar lecciones. Que esta cabeza que tengo para qué la quiero?

Respeto. Eso pedían el miércoles miles de jubilados en el escaso tiempo que les dedicaron en los informativos.

El mío lo tienen.