Aunque el ocaso del Egipto ptolemaico que Terenci Moix describe en una de sus novelas más célebres no tiene nada que ver con la agonía que vive estos días el presidente Quim Torra, su No digas que fue un sueño viene que ni pintado para abreviar la calentura social que existe en Barcelona. Partiendo de la base de que la sombra de Carles Puigdemont no tiene ni el poder y, por supuesto, ni la supuesta belleza de Cleopatra (Plutarco, biógrafo griego de Marco Antonio, dejó escrito que no era una mujer del otro jueves), su sino no es muy distinto al de Cleopatra VII. El líder, rectifico, el integrante de Junts per Catalunya hace tiempo que navega a la deriva (en la novela de Moix la reina recorre el Nilo en su majestuosa barcaza) después de ser abandonado por su jefe.

Muchas de las personas que ayer llegaron de peregrinación a Barcelona se sintieron traicionadas al escuchar o leer que Puigdemont había huido a Bélgica -se cambió de coche en el interior de un túnel de Girona y burló a los cuerpos de seguridad oculto en un maletero, vamos que optó por la misma estrategia que Eleuterio Sánchez, El Lute- para dirigir por control remoto un 'procés' que esta semana conoció sus penes, perdón, sus penas...

Torra ha demostrado que es un político de efecto retardado, un gestor atrapado en una encrucijada fácil de adivinar. Y es que si no encuentra pronto un maletero libre, las probabilidades de que termine sentado en el banquillo de los acusados son elevadas. Los suyos están con la mosca detrás de la oreja ante la posibilidad de que repita la estrategia de carretera y manta.