Entre los instrumentos elaborados a partir del componente inquisitorial que caracteriza a la especie humana hay uno que destaca por su emergencia reciente, al menos en un formato terminológico preciso. También por la frialdad con la que se aplica a cada discrepancia. Es posible que esté ahí desde el principio de los tiempos, formando parte de la constitución genética que facilitara el salto de los primeros antropoides a los creadores de las religiones, a los inventores de las guerras, a los fabricantes de banderas. Puede que comenzara a materializarse en aquella caverna primitiva donde, bajo la escasa iluminación que emanaba de la luna, se cocinaba el reparto entre el bien y el mal; categorías morales, por otra parte, entre las que habitualmente resulta difícil percibir una separación neta, tal vez por ser imágenes especulares, a modo de caras opuestas y gemelas de la misma moneda, del mismo desastre existencial. En esencia consiste en calificar de equidistancia cualquier posición analítica y cualquier visión política que no se identifique de forma absoluta con Dios o con el Maligno, entendidas ambas ficciones clericales como los mitos a medida que ha inventado cada casta y cada familia a lo largo de siglos de prueba y error; lo cual ha sucedido, y hay que reconocerlo, con indudable eficacia. Al fin y al cabo, fue allí, en la caverna original, donde nacieron -casi sin querer, como surge la luz del fondo de las tinieblas una vez que las partículas elementales copulan unas con otras y provocan la creación del universo visible- el espíritu de la tribu, el sentimiento de la pertenencia a una u otra secta, a una u otra nación, los principios constitucionales de la manada y el concepto eterno de ser o no ser uno de los nuestros. Como una muestra actual de ese proceso, hace tiempo que las redes sociales, en su minimalismo de botellón, han sustituido los ensayos por las frases cerradas y los tratados filosóficos por los mensajes en quince palabras, entre otras cosas porque un tuit bien vale una misa y siempre es más fácil de editar, menos agotador y más barato que un artículo, una canción, un drama o un poema. Lorca nos avisó de que se habían acabado los gitanos que iban por el monte solos. Ahora sabemos que los cuatro cuchillos nos amenazan en cada esquina y que no se limitan a tiritar, sino que son afilados -siempre hay alguien que gira la piedra- hasta alcanzar la ausencia de dimensiones, mientras crece su capacidad lesiva en cada declaración y en cada discurso, en cada oración y en cada grito de campaña. La batalla es solo el final del argumento, pero la guerra en la que se inscribe comienza antes, cuando el arco impulsa la flecha y la obliga a partir, antes o después. En la última línea de El Sur -relato que el mismo Borges consideraba el mejor que había escrito- "Dalhman empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabe manejar, y sale a la llanura".