"Es evidente que no estamos ante un movimiento ciudadano pacifico, sino coordinado por grupos que utilizan la violencia en la calle". Es parte de una nota oficial del Gobierno español sobre Cataluña. El que la escribió, hace unos días, debería guardar el bolígrafo en paños de oro. La violencia no solamente consiste en quemar contenedores, asaltar aeropuertos y enfrentarse con piedras a las fuerzas del orden. Hay otra violencia organizada que se ha practicado en Cataluña para cauterizar cualquier disidencia españolista.

Han sido violencia los años en los que la burguesía catalana adoctrinaba a las nuevas generaciones en la idea de la supremacía de los países catalanes. Ha sido violencia el acoso a los castellanoparlantes en las empresas y escuelas. Han sido violentas las leyes que sancionaban a los comerciantes que no rotularan obligatoriamente en catalán sus negocios o las agresiones que sufrieron los que fueron remolones.

Toda esas acciones precursoras de la violencia, han estado ocurriendo delante de las impasibles barbas de gobiernos de derechas y de izquierdas, que entregaron paletadas de millones para hacerlo posible a cambio del apoyo de los diputados catalanes. El Estado financió el intento de destrucción del Estado. Brillante, como el arroz.

Uno de los detalles significativos de la sentencia del Tribunal Supremo es que no ha estimado que los condenados por sedición y malversación pertenecieran a una organización criminal. O lo que es lo mismo, que cada uno de ellos actuó por su cuenta y riesgo, sin coordinación con los demás, sin pertenecer a un mismo complot y sin ponerse de acuerdo en un plan global llamado procés. Como eso es francamente increíble, nos encontramos ante una pieza clave para que la sentencia sea, en realidad, una componenda entre quienes eran partidarios de la extrema dureza y quienes consideran que lo ocurrido en Cataluña es solamente otra manera de hacer política que no debería considerarse, en sentido estricto, delictiva. Esto último sigue pesando en la conciencia de muchos buenistas.

Cualquier pueblo tiene el derecho moral a ambicionar ser un Estado soberano. Es tan legítimo como que un anarcocapitalista quiera vivir al margen de una sociedad que detesta porque interviene, acota y limita el marco de sus libertades individuales. Pero si esto que llamamos España se sostiene es porque existen leyes coactivas. Desde que nacemos somos registrados y numerados para ser controlados por quienes dirigen la sociedad. Se nos obliga a pagar impuestos por nuestro trabajo, por nuestros bienes y por lo que consumimos. El contrato social es obligatorio y los Estados se sostienen en las normas que garantizan su supervivencia.

Pedro Sánchez salió anoche en televisión, en un excepcional mensaje presidencial electoral. Se esperaban sus palabras con expectación. ¿Anunciaría otro 155? ¿La Ley de Seguridad Nacional? Nada de eso. El presidente de todos los españoles dijo que en Cataluña hay un problema muy gordo de orden público. Y que hay gente violenta liándola en las calles, con el apoyo de las instituciones catalanas. Pero que no pasa nada. Que si aguantamos unos meses se cansarán. Muchas gracias, señor Sánchez. Un notición.