A las generaciones las constituye la amistad, y siempre hay un eje que las conforma. A partir de ese eje uno luego busca caminos. Mi eje, nuestro eje, el de la gente de mi tiempo que vivió en Santa Cruz y alrededores a principios de los años setenta del siglo XX, fue Fernando Delgado. Era algo mayor, unos meses, que el más joven de los que vino, que fui yo, y ahora los dos tenemos la misma edad, e incluso pienso que yo ya cumplo más años que él. Pero esas son percepciones que tienen que ver con el humor de cada día. En todo caso, él fue como nuestro jefe de filas, el que tenía coche, además, antes que ninguno de nosotros (yo no lo tuve nunca, por cierto) y el que nos llevaba o traía, antes de que José Luis Toribio dispusiera también de un Mercedes negro de segunda mano que parecía un barco navegando por la ciudad.

Tuvimos una suerte, aparte de tener a Fernando como nuestro guía urbano por el mundo que hubo después de la adolescencia. Esa suerte fue Domingo Pérez Minik, que nos adiestró en dos cosas fundamentales para nuestra educación sentimental, literaria e incluso política: no tener rencor, no guardar envidia, no caer en el engreimiento de pensar que sabíamos más que nadie. A esa gimnasia nos obligó también un maestro que sobrevino de pronto y cambió el paso de nuestra educación literaria para nutrirla también de Filosofía, don Emilio Lledó.

Esa fue la base de nuestra educación general, y Fernando se constituyó muy pronto en un joven maestro de nuestras andanzas, el que advertía del advenimiento de la tontería o el engreimiento. Se fue pronto, a trabajar en Madrid, ante los micrófonos nocturnos de Radio Nacional. Allí siguió tutelando al menos nuestros pasos. Sin hacer alharacas de lo que hacía, haciéndolo, simplemente, le abrió el corazón y la casa a todo el que viniera de las Islas y necesitara amparo o domicilio, y fue en los medios por los que transitó (la radio, la televisión, algunos periódicos) el alma abierta a cualquier ocurrencia de nuestras necesidades, las que venían de las Islas y las de los isleños que ya vivíamos en Madrid.

Fue un embajador generoso incluso con aquellos que no saben, o quieren ignorar, que lo fue. La tierra y sus mandarines luego no han tenido a bien reconocer esos méritos, pero como a él le ha dado igual a mi no me parece que sea oportuno hacer cuestión de estas cosas. Pero sí es bueno avisar, ahora que acaba de publicar en Pre-Textos un bello libro de poemas, La mar desnuda, que ni en nuestra generación ni en las posteriores o las precedentes, ha habido entre nosotros tal dedicación poética (y narrativa) a las Islas, y al propio concepto isla, como el que escribe y firma Fernando Delgado.

Hecho este aviso, que responde a su generosidad para constituirse sin alardes en jefe principal del círculo de amistad de nuestros tiempos, déjenme que les presente el libro. La mar desnuda responde a esa esquina del alma de Fernando Delgado que jamás ha sido capaz de perder pie en la madre tierra, en la madre mar y en la madre propiamente dicha. Siempre recuerdo la noche en la que él velaba a su madre, cómo se me quedó esa imagen y cómo ahora se me reproduce como la esencia misma de su viaje por la tierra y por la vida. Samuel Beckett decía que un isleño (él era irlandés) jamás deja su tierra, y viva donde viva Fernando Delgado es el muchacho que hace tantas décadas se quedaba con su madre, despidiéndola, en Santa Cruz, cerca del Atlántico, rodeado de un paisaje que es también de palabras y de abrazos y de despedidas.

Y ese es el espíritu de la mayor parte de sus libros narrativos y poéticos, y es por supuesto el latido de La mar desnuda. "¿Ven esta piedra? Es piedra/ del alma de la isla/ que tiene alma de piedra./ Deténganse, arrogantes,/ que somos como islas/ que navegan sin miedo;/ islas como fieras/ rugen frente al destino?". El paisaje caliente de la piedra, las olas que hacen del mar una expresión del corazón de los hombres, islas navegando por ese mar desnudo que constituye al fin un libro que es, en su esencia, la luz con la que Fernando nunca ha dejado de alumbrarse y que a nosotros, de muchachos, él nos regaló como si en cada palabra, en cada soneto, en cada verso, que nos regalara nos diera, en coche o volando, la vuelta al mar y la vuelta a la isla.