Circula la especie de que Pedro Sánchez tiene cerrado un compromiso con el líder del PP, Pablo Casado, para que los conservadores se abstengan en su nuevo intento de investidura, previsiblemente en la segunda semana de diciembre. Algo ha oído alguien tan habitualmente mesurado como Juan Carlos Monedero, que ya anuncia un gobierno hitleriano apoyado por el PSOE, el PP y Ciudadanos. Sánchez será presidente, pero las condiciones de gobernabilidad del país no mejorarán automáticamente. ¿Qué mayoría puede sustentar parlamentariamente su Gabinete, si el grueso de las encuestas electorales de los últimos días queda confirmada en las urnas? ¿Los diputados de Podemos apoyarán un proyecto presupuestario después de ser ignorados en la propia investidura? ¿Lo hará ERC después de la sentencia judicial -sin duda condenatoria- que caerá esta semana sobre los mentores y muñidores de la intentona separatista en Cataluña? Ahora mismo Sánchez no contaría sino con dos líderes dispuestos a apoyarlo en cualquier coyuntura: Miguel Ángel Revilla, un contertulio de televisión, e Íñigo Errejón, ese cínico escuchimizado que ahora mitinea para proponer la jornada laboral de cuatro días semanales, el voto a los 16 años y reducir los viajes en avión. Con esa mortadela gourmet -ecologismo friendly y democracia adolescente- piensa sacar en el supermercado electoral media docena de diputados y grupo parlamentario propio. Porque la suya es una grimosa operación de escuadra y cartabón para mantenerse como político profesional. ¿Cómo va a gobernar Pedro Sánchez? ¿Esta pesadilla se prolongará todavía durante meses, durante años? ¿Con Sánchez repitiendo en los platós televisivos que ha ganado las elecciones, pero que no le dejan gobernar y simulando tener un proyecto político sin dejar de abusar del usufructo de la Administración del Estado para un incesante ejercicio de propaganda política? Afirmar hace apenas cuatro meses que un Gobierno en funciones no podía transferir las cantidades adeudadas a las comunidades autonómicas y hacerlo ahora con una sonrisa en plena campaña electoral es una indecencia. Escribiré algo que me he resistido a garabatear durante años a causa de los innumerables indicios en sentido contrario: la gente no es absolutamente estúpida. Los hastiados ciudadanos, que en su mayoría viven peor que hace diez o doce años, comienzan a descubrir en el discurso de Sánchez un raído tapete que esconde todas las cartas marcadas. Por eso tendrá suerte si conserva sus actuales diputados y no comienza a sufrir un desgaste previsiblemente lento, pero imparable.

Del éxito o el fracaso de Sánchez depende -en buena medida- el fracaso o el éxito del Gobierno cuatripartito sellado en Canarias después de las elecciones autonómicas del pasado mayo. Un Gobierno que se dirige ya al horizonte de sus primeros 100 días y que no parece excesivamente ordenado ni eficaz en su orientación. Demasiado historicismo en su adánico convencimiento de abrir nada menos que una nueva era entre geológica y política en las Islas. Demasiada autosatisfacción y demasiadas proclamas cargadas de buena voluntad. Demasiado queremos, deseamos y pretendemos. Y lo más sonoro e impactante, en cambio, es muy cuantificable: las subidas de impuestos. Un Gobierno central débil y paralizado no es para el Ejecutivo de Ángel Víctor Torres un mero hándicap, sino una bomba de relojería en su credibilidad política y su cohesión interna.