Pese a mi cortés rechazo, tuve que aceptar el generoso obsequio de un paisano que, siempre por estas fechas, mete en el bolsillo de mi camisa una participación de la Lotería de Navidad; insisto en rechazarla y/o pagarla y le recuerdo la anual advertencia de que, conmigo en el juego, no sacará ni el reintegro pero, inasequible al desaliento, vuelve a compartir mi mala fortuna. Creo firmemente, y no se enfadará si lo digo, que cada año compra varios números, incluida naturalmente mi invariable cuota de gafe.

El inteligente y sensato Carlos III -una honrosa excepción en la saga borbónica- importó el popular juego en 1763; lo copió de Nápoles, donde aprendió a ser un buen rey, y resultó un absoluto éxito. Con el país invadido por los ejércitos napoleónicos, en 1811 los beneficios del sorteo ayudaron a la soñada y fugaz democratización movida por las Cortes de Cádiz. Un año después se regularizó, radicó en la Villa y Corte y se encargó el canto de los números afortunados a los alumnos del Colegio de San Ildefonso, fundado en 1543 para acoger e instruir a huérfanos. Con la apertura del centro a las niñas, desde 1981 ya fue mixto el soniquete que escucha toda España en la mañana del 22 de diciembre.

La mecánica de la Lotería española y, en especial, de los sorteos pascuales, evolucionó con los tiempos y tanto el sistema tradicional como los bombos múltiples son mecanismos conocidos y motores determinantes de las emociones colectivas. Por obvias razones de oficio y pese a mi personal, supersticiosa y lógica desafección al azar, me familiaricé con los términos décimo, serie y fracción e, incluso, entrevisté a personas y familias enteras, peñas deportivas y vecinos de barrios alcanzados de lleno por la bendita casualidad que, a veces, hizo justicia con nombres y sectores necesitados.

Desde 1960, la Sociedad Estatal de Loterías y Apuestas del Estado y Patrimonio Nacional acordaron que el principal sorteo del año reprodujera obras de arte emblemáticas, firmadas por artistas cimeros de España y Europa. En un viaje reciente tuve ocasión de contemplar en el domicilio madrileño de un culto colega una colección de estampas que, desde Bartolomé Esteban Murillo, que inició la serie, a Rafael de Sanzio, la elegida para este invierno, reproducen las mejores natividades del último medio milenio presentes en nuestras catedrales y museos; una magnífica colección sobre la que este amigo prepara una interesante monografía que verá la luz antes de que finalice 2019.