Uno de los tres ganadores del Nobel de Física de este año -Michel Mayor, descubridor del primer exoplaneta a finales del siglo pasado- acaba de afirmar que no hay sitio para Dios en el Universo. Nada menos que Dios y el Universo, dos conceptos elusivos acerca de los cuales no cabe más que la especulación, ya que no existen vías metodológicas con garantías para aproximarse a ellos, y menos para darles alguna explicación diferenciadora. El primero nunca ha dado muestras que permitan sospechar su presencia, si bien sus seguidores, una vez comprendidos los beneficios de su anuncio, hayan edificado una fortaleza inexpugnable y editado un abrumador tratado con el único objeto de construir una teoría resistente al análisis. Desde entonces, la leyenda de la Creación comenzó a extenderse sin dificultades, entre la magia y el milagro, y ante la amenaza de un paquete de premios o castigos eternos al final del viaje. El segundo, un infinito cuyo principio o fin permanecen aún faltos de demostración, pero gracias a cuyo estudio podemos encender la luz, comunicarnos a distancia a la velocidad del pensamiento, o incluso comenzar a soñar con adquirir una parcela en una estrella lejana. A Dios, en realidad, la Ciencia no lo ha buscado jamás, al margen de que cada persona pueda dirigir su mirada en la intimidad hacia esos abismos cósmicos, con lo que la aproximación al concepto únicamente es posible desde otro inventado a medida -la fe-, y cuya manifestación se escenifica poéticamente como una hostia tras la caída de un caballo. Durante un congreso de psicología transpersonal, alguien preguntó a Hugo Enomiya-Lassalle -un jesuita con formación budista, que se trasladó a Japón como misionero a principios del siglo XX y acabó siendo el vicario de Hiroshima en 1940- sobre el lugar donde ubicar a Dios durante la práctica de la oración. Lasalle escuchó la pregunta con aire sereno y contestó sin dudar: "mire en su interior". Como el antiguo pastor de Hiroshima era parte de la Iglesia -lo que en nuestro ámbito se refiere exclusivamente a la marca católica-, resulta inevitable comparar su imagen y su actitud con la de sus representantes más cercanos, desde la brutalidad de los prelados de combate, como Rouco Varela, a los monjes falangistas, como el delincuente confeso que ya ha convocado al mismísimo Dios para garantizar que los restos de Franco continúen donde se supone que el dictador deseaba, y que debió transmitir directamente a Juan Carlos de Borbón como su heredero político. En España, con la Iglesia -que siempre ha parecido más cerca de las hordas que despellejaron a Hipatia que de las sutilezas del espíritu- se topa uno con facilidad, y siempre se la encuentra protegida por las armas y con escaso conocimiento de las letras. En su momento no creímos que el militar golpista había dejado todo bien atado, pensando que los cuarenta años sufridos formaban parte de una pesadilla. Pues ahí está, como un vurdalak, en la calle y en el parlamento.