El Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife tiene que hacer frente a los resultados de la investigación sobre simbología franquista realizado por un equipo académico coordinado por la catedrática de Arte Maisa Navarro. La profesora Navarro es una competente historiadora de nuestro patrimonio, lo ha demostrado en sus trabajos sobre nuestro patrimonio arquitectónico, de gran interés e impecable factura, publicados en los últimos años. Su estudio sobre los monumentos, edificios y espacios de la ciudad que incumplen la Ley de Memoria Histórica -a pesar del debate probablemente estéril surgido sobre el procedimiento para el encargo- es digno de tenerse en cuenta: responde a una investigación seria y muy completa que ocupa una decena de tomos y miles de folios. El estudio, entregado el pasado mes al actual equipo municipal de gobierno (fue encargado por el anterior), propone medidas sin duda polémicas, como cambiar el nombre del Mercado de Nuestra Señora de África -la popular recova-, por considerar que la denominación supone un homenaje al general Serrador, dado que ese era el nombre de su mujer, alude a la condición africanista del general, y al parecer demuestra una concepción de la ciudad como plaza ocupada militarmente. También se pide cambiar el nombre del puente dedicado al general, y retirar los leones que hay en sus extremos, por ser simbología franquista. El trabajo pide la demolición del conocido como monumento a Franco, la resignificación de la Cruz de los Caídos de la plaza de España, el cambio de nombre de hasta 34 calles, la retirada del arco de la barriada García Escámez, y de los bustos de los próceres franquistas Cándido García-Sanjuán, Joaquín Amigó de Lara y Enrique Marrero Regalado, o incluso de la hélice del crucero Canarias que hay en la avenida de Anaga. Se trata de hacer desaparecer no ya la memoria de Franco, sino de recuerdos y personas vinculadas de alguna manera a su régimen, voluntaria o involuntariamente. La retirada del nombre del diputado conservador Calvo-Sotelo, asesinado antes de iniciarse la Guerra Civil, ajeno por tanto a cualquier responsabilidad demostrable en la contienda, en la represión posterior o en el régimen -siendo además una medida generalmente adoptada en otros lugares- demuestra una voluntad de ampliar la condena al olvido no sólo a quienes colaboraron con la dictadura franquista, sino incluso a quienes se puede presuponer que lo habrían hecho.

Pero no hay que escandalizarse con las medidas propuestas: son consecuencia de una ley que en este país se ha cumplido mucho más en lo simbólico que en lo práctico: una ley que podría haber optado por lo realmente importante, resarcir a las personas represaliadas durante el franquismo y a sus descendientes, y ayudar a las familias a sacar de las cunetas y las fosas comunes a miles de ciudadanos asesinados en los primeros días de la Guerra Civil. Porque las leyes hay que cumplirlas, en todos sus aspectos. Y en lo que se refiere a esta ley en concreto, parece que estamos más pendientes de hacer ingeniería del recuerdo que en explicar a las nuevas generaciones que fue lo que ocurrió en 1936, por qué ocurrió, y por qué la dictadura se mantuvo durante cuarenta años. La comprensión de lo que fue el franquismo, sus antecedentes, y sus causas, debiera ser hoy una tarea más importante que este exceso de preocupación por la memoria, que parece buscar más el olvido que la pedagogía.