Hablábamos de un viejo amigo al que habíamos perdido la pista cuando alguien dijo:

-Ya murió.

Me extrañó el ya. Ya murió. Como si hubiera realizado un trámite previsto. Ya me saqué el carné de conducir. Ya acabé la carrera. Ya recogí el traje del tinte. Ese humilde adverbio temporal de dos letras alude, en fin, a algo que estaba planificado y que se cumplió.

Continuamos departiendo sobre esa gente a la que se le pierde la pista, cuando se dio por difunto a otro que por lo visto continuaba vivo.

-Todavía no murió -señaló alguien mejor informado.

Medité sobre el todavía. En esta ocasión implicaba que algo que debía cumplirse no se había llevado a cabo. Aunque quizá no tardaría.

Ya y todavía, qué bárbaro.

-¿Nació ya tu nieto?

-Todavía no. La madre sale de cuentas en agosto.

Volví a casa dándole vueltas al asunto. Pensé que en un grupo de adolescentes jamás se hablaría de ese modo. Si un chico de quince años preguntara en su pandilla si murió ya Jorge, de su misma edad, todos se echarían a reír. A menos que el tal Jorge estuviera diagnosticado de una enfermedad grave. Y ni aun así. Hay pues conversaciones que solo pueden darse a partir de determinadas edades.

Mi mujer, al verme entrar, me dijo que ya habían venido a revisar la caldera de gas.

-No sabía que estaba estropeada -dije.

-Es la revisión anual de mantenimiento que tenemos contratada.

-Ah, vale.

De modo que "ya habían venido a revisar la caldera de gas". Estaba previsto que lo hicieran y lo habían hecho. De otro modo, dentro de poco habríamos dicho que todavía no habían venido a revisar la caldera de gas.

-¿Ya ha muerto? -estarían quizá preguntándose en algún sitio de mí.

-Todavía no -respondí mentalmente.