Cuando Paolo Sorrentino firmó un soberbio epílogo, casi un epitafio, de su aventura política, de su megalomanía y carencia del sentido del ridículo, de su cinismo ilimitado y su presunción patética, el tozudo Berlusconi amenaza con la invención de la Otra Italia, liga abierta con la que sueña reconquistar el centro derecha, dominado por el sectarismo de Mateo Salvini, temporalmente fuera del ejecutivo.

Con Italia en uno más de los paréntesis de los que siempre sale, me actualizo con series que, al margen de la audiencia, sólo comenta la crítica especializada. Avalada por un amigo, que una década antes me habló del talento de su realizador, me bebí de un Silvio y los otros (Indigo Film, 2018) del napolitano Sorrentino, nacido en 1975, con doce filmes y los mismos premios; entre ellos, el Oscar a la mejor película extranjera en 2014, por La gran belleza, espléndida relectura de La dolce vita, del inolvidable Federico Fellini.

Con su fiel guionista Umberto Contarello, construyó un relato implacable, de gran contundencia descriptiva y con simbolismos surrealistas, como contraponer la pureza del cordero místico a la depravación del millonario milanés. Silvio y los otros retrata a gregarios mezquinos y untados hasta la coronilla, parásitos del sector público, pícaros, estafadores, adulones atemporales, bufones sin gracia, proxenetas y palanganeros, que facilitaron la vida fácil y cara de Berlusconi. Con la presión de sus medios escritos y audiovisuales, su programación deleznable, el gozo de las belinas y su cínica ostentación, su total desapego, e incluso desprecio, de la política digna y seria, fue un despropósito andante que justificó la aparición de sujetos de la calaña de Mateo Salvini.

Hago esfuerzos para recordar, entre los retratos implacables del poder, tan antiguos como sus abusos, uno que combine, con tanta calidad y equilibrio, la realidad sin excusas y la excelencia técnica y estética. Lo consigue la feliz suma del guion impecable, la interpretación suprema de Toni Servillo, la fotografía de Luca Bigazzi y la música de Lele Marchitelli en un mosaico donde no falta ni sobra nada y donde las teselas sucesivas cuentan la caída implacable del codicioso milanés en una patética caricatura.