Dentro de un mes, la noche del diez de noviembre, cuando se vacíen las urnas, los dos partidos del viejo sistema del turnismo -el PSOE y el PP- volverán probablemente a sumar entre ambos el 50 por ciento de los votos, o se quedarán muy cerca. Quienes vaticinaron la desaparición del bipartidismo en España van a quedarse bastante descolocados: el nuestro es un país de izquierdas y derechas, un país instalado desde la noche de los tiempos en la división y el enfrentamiento político. La gran recesión de 2008 provocó una extraordinaria desafección hacia los partidos a los que se consideraba responsables de un estado de cosas indeseable, dio alas primero a un populismo de izquierdas, surgido de las movilizaciones antisistema de esos años, que fue rápidamente contestado por un partido moderado que nació con vocación centrista -aunque la perdió a la primera de cambio para enfrentarse al PP por el espacio conservador-. Luego, ante los excesos del populismo de izquierdas y del nacionalismo catalán, la derecha pura y dura de este país decidió reorganizarse en una oferta de filiación retrograda y filofranquista. La derrota del PSOE en Andalucía, en un acuerdo suscrito por los tres partidos conservadores -PP, Ciudadanos y Vox- fue hábilmente inflada por los socialistas, que lograron meter el miedo en el cuerpo a sus electores, movilizando miles de votos para la recuperación de un PSOE crecido y creído. Volvió a funcionar de nuevo la vieja ley del péndulo, y Pedro Sánchez recuperó el papel protagonista que había logrado con la moción de censura. Fue el primer avance de los partidos del turnismo desde el inicio de la crisis. Ahora, lo razonable sería esperar que ese avance se consolide, pero al PSOE le ha salido -inesperadamente- un rival que puede dividir el voto socialista y devorar las expectativas de crecimiento de Sánchez. Mala suerte, porque estas elecciones fueron convocadas por Sánchez para disparar la imagen de Sánchez como única opción posible de gobierno. Pero eso fue antes de que Errejón decidiera guiar a los suyos en una aventura incierta que -si sale bien- podría facilitar al PSOE los acuerdos necesarios para ganar la investidura, y si sale mal, impedir que una izquierda dividida sume.

En este estado de confusión, el PP lo tiene mejor: probablemente no se coloque siquiera cerca del PSOE, pero va a crecer mucho en campaña, gracias al hartazgo conservador con este bloqueo político que sólo favorece a los socialistas y ha convertido a Sánchez en un interino permanentemente en liza.

Queda por saber qué va a ocurrir con Podemos y Ciudadanos, dos partidos surgidos del rechazo a la vieja política, y que han envejecido a tal velocidad que ya no hay forma de diferenciarlos de los otros. Podemos se metió en una trampa de osos al aceptar el juego trilero del PSOE con los sillones. Ahora parecen los responsables de esta situación anómala en que la izquierda impide a la izquierda gobernar, y eso les pasara factura: Errejón les mermará sin duda algunos escaños. Y en cuanto a Ciudadanos, Rivera se ha disparado estúpidamente en el pie. Pudo haber cerrado un acuerdo con Sánchez, y asumir desde el poder o su cercanía un programa de corte moderado, que obligara a Sánchez a portarse con algo de sentido de Estado en Cataluña. Rivera eligió su perfil quinqui, y ahora está reandando hacia atrás un camino que nunca debió iniciar. Si escapa vivo de estas elecciones será un milagro.