Joker es un disparo al corazón del sueño americano, es la hoja afilada que disecciona la yugular de un sistema en descomposición, es denuncia social y no es, ni mucho menos, la acostumbrada y complaciente autocrítica con dosis de moralina concebida para autodestruirse en cuanto sales del cine. Joker nos habla de un suicidio personal y colectivo, a través del cruel descenso a los infiernos de su protagonista. En esta relectura psicológica del villano, habita la tragicomedia de la vida, un diario plagado de tristeza que explota en forma de ira contra las mentiras y el abandono. La oscura lucidez en los ojos de un excepcional Joaquin Phoenix, funciona como catalizador de la rabia acumulada en la base de nuestra sociedad. Una actualidad arrinconada por montañas de basura, ratas enormes y élites que prometen el sueño del bienestar, retratan nuestro mundo, acompañado de la falsa irreverencia que destila el humor oficial de un late night al servicio de los desastres generados por un capitalismo salvaje y carente de escrúpulos. Y ocurre que te pones en el lugar de Joker, mejor dicho, del incomprendido, víctima de burlas y vejaciones, receptor de un sufrimiento invisible, que termina por devolver los golpes con la misma lógica violenta. Su baile siniestro, dedo acusador del individualismo depredador, creador de riqueza y desigualdad, testigo de una miseria moral sin paliativos, despierta al animal herido que se revuelve para mostrar su verdadera naturaleza. No recuerdo una ficción que me revelase de una manera tan descarnada la realidad que vivimos. En la trituradora humana del show business, tenemos a un payaso cínico de pelo naranja en la Presidencia de EE UU, otro vanidoso ególatra para añadir al catálogo de monstruos. Tras ver Joker, por fin me he decidido a dejar mis pastillas de la felicidad, ya no quiero ser Batman.

Rafael.dorta@zentropic.es