El circo de las elecciones generales ya está servido. La carrera por el poder ha comenzado con tanta energía entre los políticos como la desidia del país, acostumbrado a creer por necesidad en promesas que nunca se cumplen. Una vez más, caminamos sobre la cuerda floja, pensando que una economía fuerte es lo más importante para garantizar nuestro sustento y el desarrollo social. Cada uno de los aspirantes a ocupar la Presidencia del Gobierno utilizará continuamente multitud de cifras para que su discurso cale hondo en el electorado, proyectando así una imagen de estabilidad y crecimiento en un futuro próximo. Todo mejorará si su verdad es la que triunfa.

En ese esperpento no tiene cabida la situación de la enseñanza porque no genera réditos en forma de votos. Estamos acostumbrados a que este tema solo aparezca cuando se impone una reforma educativa por parte de un partido determinado. Y hablo en términos de imposición porque, en realidad, de lo que se trata es de desarrollar un sistema regido por las ideas programáticas de una fuerza concreta, justo en el momento en que se encuentra en el poder con una mayoría parlamentaria o que cuenta con los apoyos suficientes.

El fin es desmontar la ley educativa que le precedía, que evidentemente estaba asociada a un partido de la oposición, creando una falsa imagen de que el país se encontraba estancado en materia de enseñanza y que esa reforma era imprescindible para catapultar el nivel académico nacional a unas cotas y unos rendimientos insuperables. Este falso paradigma queda demostrado con un hecho: desde 1970 se han aprobado siete leyes educativas, tres de las cuales entre 2002 y 2013, lo cual demuestra el grado de inestabilidad de ese sistema y su politización con fines electorales.

Estas reformas de despacho se hacen al margen de los docentes, que siguen sufriendo las consecuencias de un procedimiento que, en realidad, les ha convertido en burócratas, sin tener en cuenta su voz ni su voto a la hora de incidir sobre las cuestiones que realmente hay que cambiar para lograr la pretendida enseñanza de calidad.

Mientras la izquierda y la derecha quieren colgarse méritos en este tema, han descuidado totalmente otros aspectos, más cruciales incluso que las leyes educativas, y que no responden a cuestiones ideológicas, sino a una realidad paupérrima. No se puede construir una sociedad fuerte en el conocimiento y caracterizada por el respeto cuando la figura del docente está ninguneada tanto por los alumnos como por los padres y madres, hasta el punto de que estos últimos recurren a la violencia y la intimidación para imponer una autoridad y unas pretensiones que deberían estar prohibidas y sancionadas.

El panorama se vuelve más caótico si se tiene en cuenta los continuos problemas de infraestructuras; el acoso escolar; las bibliotecas que permanecen cerradas en horario lectivo; el absentismo de docentes, cuya actitud no se fiscaliza para sancionar sus falsas bajas médicas; y la ausencia de políticas de promoción y fomento de la lectura, entre otras cosas.

Y mientras miles de docentes de este país tratan de dignificar su profesión, preocupándose y trabajando para que las distintas generaciones alcancen un nivel formativo que les garantice luego la entrada eficaz en el mercado laboral, el Estado ha abocado a la enseñanza pública a una resistencia pasiva. No potencia que los alumnos analicen la realidad en la que viven ni les interesa que sean capaces de cuestionar y justificar los cambios que determinan una sociedad menos imperfecta y más igualitaria. Por eso, esa pasividad se ha extendido y enquistado entre las familias, que no se organizan para exigir una enseñanza de calidad y práctica, a la vez que siguen infravalorando el papel de los docentes, que podrían salvar de la ignorancia a sus hijos.

*Licenciado en Geografía e Historia