Ángeles Vega Medina, 49 años, la mujer asesinada por su compañero sentimental el lunes en Las Palmas de Gran Canaria, sabía que Manuel Perdomo, su ex y verdugo estaba obsesionado con ella. Nunca admitió que Ángeles no solo pusiera fin a una relación de doce años, sino que se atreviera a rehacer su vida con nuevos amigos y entregarse al deporte, su pasión. La mujer trabajaba como empleada de hogar en una casa de la calle Cebrián que la mañana de los hechos tenía como única moradora a la propia Ángeles. Estaba sola y Manolo lo sabía. Como habrá sido el infierno de acoso que sufrió, que había recibido atención de profesionales para superar sus miedos. Tanto, que cuando consultó con los suyos lo de denunciar a quien acabaría con su vida de trece puñaladas le aconsejaron que no lo hiciera y no lo hizo. Ángeles, como tantas otras mujeres que han perdido su vida a manos de otros tantos Manolos, le tenía pánico. No la dejaba en paz, hasta el punto de que días antes de matarla merodeó por la casa de Ángeles que vivía con su madre desde que dio por finalizada la relación. Ella decidió enfrentarse sola a la fijación del asesino. El fracaso de una ruptura con tintes obsesivos siempre pone a la mujer en peligro; la frustración y el sentimiento de propiedad que tiene el hombre respecto a las mujeres lo tienen grabado a fuego. Ella era suya, de su propiedad y o conmigo o con nadie. Si a ese escenario le añadimos el dato no menor de negarse a denunciar el acoso y amenazas, la tragedia estaba al fuego. Era cuestión de tiempo.

En el banco de datos sobre violencia machista que comparten los distintos cuerpos policiales de España no consta que Ángeles hubiera denunciado jamás a su expareja.

Nos queda la duda de saber si de haberla hecha efectiva hoy estaría viva.