El incendio del Ateneo es un golpe terrible de la vida. Y es un aviso, una alerta, una llamada de atención, una carta con franqueo urgente. No es tan solo el fuego el que ha matado, o ha intentado matar, al Ateneo. Es también la desidia con la que los que ahora nos asustamos, autoridades y público, por lo que hubiera podido ser aún peor y definitivo, hemos tratado una herencia de lo mejor que han sido La Laguna y la sociedad canaria.

El Ateneo es la libertad viva de la Isla. Situado ante la representante más eficaz de un modo de ejercer la autoridad en la vida española, la Catedral, ha sido capaz de mantener la defensa y el respeto por las instituciones laicas, entre ellas la institución republicana, a la que han sido fieles sus socios históricos y los herederos de estos.

En esa institución civil han podido hablar los que no podían hacerlo en otra parte, en Tenerife y en España. Ha estado abierto a la experimentación cultural y a la cultura tradicional, siempre que ambas tuvieran cosas que decir. A pesar de su penuria presupuestaria, de la que no la han sacado ni las autoridades quejosas ni los que ahora nos hemos asustado con el fuego, el Ateneo ha sido generoso, ha juntado en torno a libros, ideas y escritores o artistas a gente de todas las generaciones, y ha puesto su frágil estructura a disposición de aquellos que no tenían otro lugar (en una tierra cada vez más privada de centros culturales) para desarrollar sus debates o sus fantasías.

Hemos de comprender el estupor, pues donde estuviera cada uno de nosotros la tarde fatídica en que se recibió esa atroz noticia, SeincendiaelAteneo, todos sentimos la misma orfandad, igual tristeza, parecida culpa. Todos tenemos nuestros recuerdos, antiguos o muy vivos, del Ateneo, y cada parte de esa innumerable memoria se iba quemando entre las cenizas de la institución pasto de las llamas.

Allí, en el Ateneo, siguió el debate republicano en la posguerra. Me acuerdo de los viejos luchadores manteniendo el ritmo de aquella lucha que la guerra interrumpió tristemente, cómo siguieron desafiando desde el Ateneo las órdenes de silencio que siguió a la contienda que ganó Franco.

Allí se bautizaron aventuras gloriosas, como la inolvidable botadura del barco de Los Sabandeños. Nunca me olvido del bautizo del decisivo grupo, a cargo de Elfidio Alonso y de Alfonso García-Ramos, un mediodía glorioso de La Laguna, cuando la música decía mucho más que las palabras de la música, como si se produjera en el aire el himno de hermandad generacional que representa al Ateneo.

Nunca me olvido, jamás, de aquel mediodía triste en que la Isla entera (acudió hasta mi padre, con su sombrero, él que no iba a ninguna parte fuera de su pueblo) vino al Ateneo a decir adiós a uno de nuestros mejores ciudadanos, el doctor Alberto de Armas, muerto tan antes de tiempo para lo que hubiera sido necesaria su contribución civil a la política y a la vida.

Y no me olvido de cada uno de los presidentes y directivos de la institución, a los que he conocido y a los que no he llegado a conocer. Han mandado sobre una institución que luchó con ellos contra la desidia con la que se han tratado entre nosotros las instituciones o los centros culturales amenazados por la desaparición, la penuria, la llama o el olvido.

El Ateneo es un símbolo mayor, vivo, de nuestro concepto moderno de la libertad, la que acoge a todos los que quieren expresar lo que sienten o lo que piensan, los que hacen música o la quieren hacer, los que hacen poesía o la quieren escuchar, los que hacen periodismo o lo quieren vivir, los que a lo largo de los años han ido haciendo, con ilusión y con estrecheces, su actividad en una institución por cuya puerta abierta se ha arrojado ahora una llama horrible, como una mano cruel cuya herida hay que curar con generosidad.

Con la generosidad de todos, no con lágrimas, no con palabras. O no solamente con lágrimas y palabras. Pues si el Ateneo ahora es de todos el Ateneo debe saberlo cuanto antes.