Los médicos que pusieron nombre en 1975 al síndrome de Diógenes -conocido pero no etiquetado hasta entonces- tal vez no entendieron bien lo que propugnaba Diógenes de Sinope, el cínico. Sí, el mismo que vivía casi desnudo y despojado de todo. O quizá se quedaron, únicamente, con el carácter huraño del filósofo y en ese rasgo se basaron para bautizar un mal con el que, por desgracia, estamos más que familiarizados.

Cada cierto tiempo tenemos noticias de algún caso extremo. Pero nos quedamos en la superficie, en las quejas -totalmente justificadas- del vecindario que no puede soportar el hedor, o que teme una desgracia inminente.

Los medios, ya digo, nos muestran a los afectados por este trastorno del comportamiento no pocas veces. La mayor parte de ellas -periodismo verité- recogen conversaciones de los vecinos entre sí o con el enfermo, mientras le increpan y le conminan, desesperados, a que deje de comportarse de esa manera. Como si fuera fácil. Como si se tratara, sencillamente, de dejar de ser incívico o asocial. Como si fuera una elección vivir así. Como si fuera voluntario traspasar ese límite que diferencia la afición de coleccionar figuritas de porcelana de la compulsión de entullar tu entorno de porquería.

Ignoran que son los objetos los que se adueñan del individuo y no al contrario. Que van imponiendo su presencia, primero de manera discreta y, luego, ya, se hacen fuertes en la casa, se apoderan de los espacios, lo llenan todo y el afectado no puede, materialmente, salir de su habitación, ni entrar en la cocina para hacerse de comer, ni al baño para asearse. Hasta que acaba mimetizándose con esos trastos, con esos desperdicios que ha acumulado. Termina tan sucio e inservible como ellos. Y, si no es rescatado, muere en un lugar sobre el que hace ya mucho que no tiene control.

En un edificio discreto del centro de una ciudad, malvive entre desechos un hombre solo. En los últimos años, ha acumulado tanta basura en su casa que se le desborda por la terraza. Su vivienda ya no es su cueva, su espacio seguro. Ahora todo el mundo puede ver sus vergüenzas desde la calle. Y puede verlas en prime time, también. En los informativos y los programas-contenedor donde el hombre solo y sus arritrancos acumulados comparten minutos de audiencia con reyertas, denuncias y crímenes.

En uno de esos programas, el reportero capta el momento en que el hombre solo, al que sus familiares han intentado ayudar, sin éxito, se encuentra con un vecino en el rellano. El vecino, que no quiere mostrar su cara, le reprende como a un chiquillo, con las cámaras recogiéndolo todo. "No puedes hacer eso", le dice, entre enfadado y compasivo, consciente de que está ante una persona enferma y vencida. Y él, como un niño azorado, improvisa y balbucea una excusa: "Ya, ya lo sé. Si es que me van a venir a ayudar a hacer una mudanza ahora?". Y, finalmente, murmura: "No sé por qué lo hago".

Ese hombre solo, cogido en falta, es un poco usted y un poco yo cuando guardamos los porsiacaso, los quiénsabe, los yalonecesitaré a sabiendas de que no nos sirven para nada útil. Pero, por una extraña razón, por algo que no alcanzamos a entender, nos da tranquilidad conservarlos.

Ese hombre solo diciéndole a su vecino "no sé por qué lo hago" somos un poco todos.

Para cruzar la línea que separa nuestro orden de su caos solo es necesario un traspiés, un abandono, una depresión, una soledad jamás buscada.

Me parte el alma, qué quieren que les diga.