Hace casi un cuarto de siglo publiqué en La Gaceta de Canarias una columna titulada Bobos de salón, referida a esa figura de la psicopatología leve que describieron los primeros tratados franceses de la disciplina. En aquella época, mi artículo -formando parte de una serie que subtitulé Los canales irónicos- estaba dedicado a uno de esos casos de la vida real, y al revisitar ahora el texto no puedo evitar su reproducción parcial, por lo bien traídos que me resultan los argumentos empleados entonces. Lo cual forma parte de un ejercicio que aconseja García Márquez en sus memorias inacabadas, al insistir en que para escribir bien hay que leer y releer sin descanso a los clásicos, al tiempo que para hacerlo con una voz identificable hay que releerse a sí mismo. "El tonto de salón -decía en aquella época- se pasea entre nosotros sin disimulo, gusta de dar consejos con patriotismo jesuítico y se mira al espejo con ensimismamiento, asombrado ante lo que a él le parece el sumo aprecio, la belleza mental, la sutileza de criterios y la base matemática del éxtasis". Casi con este apunte suele ser suficiente para identificarlos, tal vez porque toda su conducta pública -desconozco la privada, a la que imagino poco soportable- viene de ahí, lo que le lleva a prodigarse en la manifestación de sus opiniones sin necesidad de que se le pregunte, entre otras cosas porque está convencido de que el mundo -al menos, el pequeño mundo en el que se mueve- le necesita, y por eso se fija con insistencia en todo lo que le rodea, procurando dar la sensación de su interés universal por las cosas, así como su disponibilidad para redactar planes quinquenales o descubrir la existencia de la materia oscura sin despeinarse. Comentaba también a finales del siglo pasado que, como consecuencia de su organización cognitiva, y tal vez de una formación equivocada durante la infancia, el tonto de salón tiene un elevado concepto de sí mismo, por lo cual, en lugar de taparse, se muestra sin vergüenza y habla sin recato aunque no venga a cuento, lo que hace con una voz algo aflautada mientras estira el cuello y adelanta la barbilla; datos que aporto ahora como signos que le acompañan, sin que hasta el momento se haya descrito la causa. Sin haber dejado de convivir con ellos -ya que, estando por todas partes, tienen más presencia en algunas profesiones relacionadas con la administración y la actividad educativa-, hacía tiempo que no les prestaba mayor atención, pero en los últimos días he podido comprobar que se reproducen con normalidad. Por un lado, he visto en acción al mismo sujeto que me inspirara hace años; por otro, he echado una mirada sobre la clase política del momento, por ser este un oficio al que a veces dedican buena parte de su vida laboral. Y ahí hay que destacar con merecimiento la figura emergente del actual alcalde de Madrid, especialmente cuando ilustra a los escolares sobre el patrimonio universal.