Esta España nuestra anda tan enmarañada en sus peleas de patio de colegio electoral, tan ahogada por los malos augurios económicos y tan absorta en sus necedades, que cualquiera rebuzna y nadie le hace caso. El presidente de Cataluña, por ejemplo, ha pedido la retirada de las fuerzas de ocupación españolas: léase Guardia Civil. Y el Parlamento catalán se ha puesto del lado de los activistas de la independencia que cocinaban explosivos para tirar correfocs en las fiestas de la Mercé y de paso volarle el tricornio a algún miguelete.

El presidente Torra ha estado jaleando a los Comités de Defensa de la República, pidiendo que apretaran más. Ya estamos ante la última vuelta de tuerca, que siempre es la pólvora. En otra época, la voladura del supuesto pacifismo catalán, cogido in fraganti con las manos en la termita, y los pronunciamientos del Parlamento, habrían disparado una fulgurante reacción. Algunos cantantes de rap, por mucho menos, han sido juzgados por apología del terrorismo. Pero no ha pasado nada. Ahora no es el momento.

En Cataluña se está produciendo un doble fenómeno. El independentismo, acorralado en un callejón sin salida, retrocede en apoyos pero al mismo tiempo se radicaliza. El mito de la soberanía ya se sabe imposible y el estancamiento de ahora es una situación putrefacta para los secesionistas. Sólo hay dos caminos posibles para deshacer el impase que desinfla. O los independentistas retroceden hasta la prehistoria del Estatuto y el pacto fiscal o caen en la tentación de salir del atasco político a través de desórdenes y subversión callejera.

Esos CDR que juegan con explosivos son la consecuencia de la displicencia del España en la defensa de sus ciudadanos. Los hijos díscolos de la burguesía catalana separatista son candidatos idóneos para creer en una solución armada que en el País Vasco cavó, para conseguir absolutamente nada, un millar de tumbas de gente inocente. Pero será porque primero se les dejó estigmatizar a los niños que hablaban castellano en los colegios. Y a los charnegos que no rotulaban sus negocios en catalán.

A Pedro Sánchez, antes de las elecciones de noviembre, se le abre una inesperada ventana de oportunidad. A una izquierda nostálgicamente cohesionada por su profundo odio a un golpista y dictador que se les murió plácidamente en la cama, le va a regalar el espectáculo mediático de la deshonrosa expulsión de sus huesos del Valle de los Caídos. Y si las circunstancias se lo ponen a huevo, en contra de su dulce y sosegado carácter, puede acabar metiéndole un 155 a Cataluña por todo el lomo. Un guiño al electorado de derechas, que aplaudiría con las orejas un gesto de tal fortaleza. Y la inquietante deriva del presidente Torra y sus cocineros de termita promete desbordarse si la inminente sentencia del procés acaba en condenas.

Pedro qué guapo soy Sánchez, es un ludópata suertudo. En su doble o nada de noviembre puede acabar, con los huesos de Franco en una mano y la cabeza de Quim Torra en la otra. O sea, en el centro.