Era un artista a todas horas, de viaje, en casa, soñando, mientras ejercía el difícil arte de dormir, cuando clavaba una tachuela o escribía una nota a pie de página, o cuando paseaba por la playa que más amó, la de Las Canteras. En toda circunstancia fue un artista. Cuando fue grandioso o excelso, y también cuando se equivocaba. Tenía el alma de un artista y las manos de un artista y la mirada de un artista, y la ansiedad humana de un artista rabiosamente señalado por el destino para ser un artista. En un mundo como el nuestro (el insular, el peninsular, el encerrado, el abierto) ese era un riesgo mayor, que él afrontó como un artista: creyendo que todo era posible, incluso el olvido.

Y era un artista emocionado con la ilusión de oír cómo crecen las palomas, cómo la playa rema hacia sus pies, esté en secano o en medio de la arena. Él estaba, también en Madrid, también en la alta noche en la que dormitaba sentado en la cocina, mientras almorzaba a las tres de la madrugada, hablando de Dante y de Leonardo, de arquitectura y de judías, siempre rodeado de playa y de gaviotas, y de colores. La última noche de esta vida, cuando ya se acercaba la madrugada, me llamó a casa, y estuvo diseñando el futuro como si fuera un chiquillo que hubiera descubierto conchas magníficas que al día siguiente iba a plantar en el Botánico madrileño. Al día siguiente el esmeril terrible de la vida lo hizo pasado y memoria. Fue materia principal de mi vida, aliento definitivo de mi ansiedad por ser un escritor o simplemente alguien en la vida. Lo hizo con otros. Lo hizo incluso con los que ahora no quieren ni leer en voz alta su nombre propio. Porque así es la vida en la tierra y así es la tierra y así es la vida.

Manuel Padorno, ya coño. Así saludaba, ya coño, este magnífico ejemplar de persona cuando se despertaba su voz, asombrado de existir, de salir de los papeles y de la playa y de la mañana que era a la vez la noche y era también el descubrimiento. Descubridor magnífico de la orilla, los editó a todos (desde Emilio Sánchez-Ortiz a Luis Feria, desde Luis Alemany o Arturo Maccanti a Félix Francisco Casanova), a todos los que iban naciendo a la edad de platina de nuestras vidas. Y lo hizo en un arranque de generosidad y de curiosidad y de ansiedad por escuchar cómo crecen las palomas. Su regreso a las Islas (era de todas las islas, y era del mundo entero) supuso para él un redescubrimiento de sus sueños. Se empeñó en ofrecerse para el cambio que se merece la tierra, para hacerla más moderna y oferente, más extranjera de sí misma, y a veces, como decía mi madre que pasaban las cosas entre nosotros, le pagaron, le pagamos, con tajadas de aire.

Pero él vivía en el aire. Una vez se enfadó conmigo porque puse mal una coma en una conferencia en Gran Canaria. Se enfadó tanto, fue tan brutal su controversia, que al día siguiente busqué a mi amigo Ronald para que le mandara, desde su huerta, flores salvajes que le calmaran el ánimo al amigo enfurruñado que vivía en la calle Portugal, ante Las Canteras. Luego me llamó, ya coño, y volvió a ser Padorno otra vez, aquel magnífico ejemplar de persona, mi cómplice, mi amigo y todo, materia principal de mi vida.

He sentido todas estas cosas mientras miraba y leía y bebía (una bebida desconocida) el catálogo de la gran exposición que la mano experta, y poética, de Álvaro Marcos Arbelo, junto con las manos herederas del espíritu de Padorno, Josefina, Ana Teresa, Patricia, han preparado en la Fundación CajaCanarias para la exposición grande que se abre mañana y a la que están todos, todos, convocados. Esa invocación total a su vida y a su obra (es lo mismo la vida que la obra) refleja el Padorno que quiso ser, viajero sin fin, ciudadano que vivió al revés que la mayoría de los mortales, renacentista de la playa (como dice José Luis Fajardo), heredero de la luz de Cristino de Vera y de Luis Fernández y de Mondrian, poeta que nunca estuvo conforme con la primera palabra, que arañaba como un adolescente con lápiz el tañido extraordinario del papel y la caída lenta, segura, necesaria, de la pluma sobre el folio. El catálogo contiene una incisión mayor en su vida misma, el texto del muy sabio Juan Manuel Bonet.

Regresa Padorno, el que jamás se fue, el que dormía al revés para vivir, para estar siempre despierto en una vida que es memoria y recuerdo y alegría de volver.