En la mayoría de nuestras conversaciones siempre aparece el tema del dinero, esos millones de trozos de papel que nos intercambiamos constantemente y que rigen hasta el derecho o no a vivir. Basta con sacar alguno de la cartera para acceder a la mayoría de las cosas que consideramos esenciales. Una de ellas son los alimentos, el verdadero motor de la existencia y los causantes de las guerras, el subdesarrollo, la pobreza, la marginación, el tráfico de personas y el control social, entre otras cosas.

Sin ellos, moriríamos, tal y como nos lo recuerdan a menudo las películas catastrofistas, donde la supervivencia lleva al asesinato en ese contexto para defender un mendrugo de pan, reminiscencia de una sociedad pasada en la que las neveras de cada hogar eran las verdaderas cajas fuertes. Pero no hay que irse a ese hipotético futuro para comprobar que esta realidad siempre ha existido, en el sentido de que los alimentos se obtienen del duro trabajo de la tierra y no de una máquina de embalar o por capricho de una marca empresarial. Si se detuviese su producción, entraríamos en un colapso global, que provocaría nuestra extinción como especie. De hecho, muchos adolescentes desconocen de dónde proceden algunos de los más básicos, cosa que tampoco les preocupa porque, dentro de su concepción del funcionamiento del mundo, los supermercados de las grandes superficies garantizan que todo esté al alcance de sus manos. Sus progenitores piensan igual y hacen escuela.

No deja de ser una paradoja que los países del primer mundo, que solicitan constantemente que se incrementen las ayudas a otros de África y Asia ante sus problemas de desnutrición y hambrunas, sean los mismos que tiren a la basura toneladas de alimentos en buen estado. Tampoco que propongan proyectos para financiar la producción de biocombustibles como alternativa a los combustibles fósiles; esto supone un aprovechamiento intensivo de la tierra para cultivar cereales como el maíz y la soja, que luego se transforman para este fin, olvidándonos que, precisamente, hay millones de personas pasando hambre.

Las fechas de caducidad son un medio para estimular el consumo intensivo a corto plazo, más que para proteger la salud de los clientes. Eso lo saben muy bien todas las empresas dedicadas a este sector. Los grandes supermercados, que se han hecho con la mayoría de la cuota de mercado en casi todas las ciudades de este país, actúan bajo dos premisas: la primera, tiran a la basura los alimentos que están a punto de caducar, rociándolos a veces con lejía para que nadie los pueda comer; la segunda, en los días previos a la fecha clave, les ponen un precio ínfimo, sabiendo que muchas familias los adquirirán, y aunque no produzca ganancias, sí dejarán dinero. Por tanto, los alimentos están supeditados a ese último; quien no lo tenga, no puede acceder a ellos.

Esas mismas empresas nunca entregarán los que estén a punto de caducar a entidades benéficas o a personas necesitadas, sino que se desharán de ellos con rapidez. Si actuasen de manera contraria, digamos de forma más social, esto afectaría a la mecánica de funcionamiento del mercado, es decir, a aquellas les mueve el fin de obtener ganancias. Por eso, haciéndolos desaparecer repentinamente, generan la idea de que el consumo siempre existe y que la demanda de alimentos por el ciudadano es alta y constante, lo cual incide también en la especulación del precio de compra y de venta.

La percepción de su importancia varió a raíz de la crisis de 2008. Hasta entonces, las neveras siempre estaban llenas, más de lo debido, porque no había una educación en el consumo responsable. Comprábamos por comprar y no nos importaba lo más mínimo su caducidad. Para eso estaba la basura y no nos daba reparo tirarlos; el dinero lo reponía todo. Ahora, los contenedores permiten sobrevivir a muchos que antes cantaban We are the World y se compadecían de los africanos famélicos.

*Licenciado en Geografía e Historia