Leo que los voluntariosos puretas de Aviador Dro opinan que los acólitos de Franco "nunca se marcharon del todo". Apenas 48 horas antes un dirigente de ERC aseguraba que el franquismo estaba más vivo que nunca y Suso del Toro -sobre el que es difícil dilucidar si escribe peor en español o en gallego- denunciaba que el Rey estaba a punto de disolver las Cortes en contra del sentir de la mayoría de los ciudadanos y lo encontraba comprensible, porque esta monarquía procede del poder testicular del Caudillo. Alejandro Amenábar, que está a punto de estrenar una película, Mientras dure la guerra, centrada en el discurso de Unamuno en la Universidad de Salamanca en octubre de 1936, ha subrayado que el franquismo sigue presente como una sombra, que siguen existiendo dos Españas, que palpita heridas que no se han cerrado y siguen supurando.

Si al cabo de casi cuarenta y cinco años de la muerte de Franco y del desarrollo de un régimen constitucional desde 1978 hay cosas que no se han cerrado, parece dudoso que se cierren algún día. Pero no es el caso. Los últimos dolores de la pesadilla franquista son los asesinados sin sepultura del país y todavía no enterrados dignamente, los archivos que aún no son propiedad pública y la grotesca tumba de Cuelgamuros. La España de hoy procede, obviamente, de la España de la dictadura franquista, pero no es su prolongación edulcorada. Aquí, en los años setenta, apaleó y mató una ultraderecha que encontraba intolerable la democratización política e institucional del país. Al parecer asesinaba por disimulo, porque, según se desprende del análisis de luminarias como las arriba mencionadas, estaban encantados con las elecciones libres, los derechos políticos o la articulación autonómica del Estado.

Esta forma de tontería ideológica, esta puerilidad de política nenuco, sostener lo de las dos Españas en 2019, solo es producto del narcisismo de sus creyentes. Suponer un franquismo o un criptofranquismo vivito y coleando en pleno siglo XXI -cuando el franquismo, precisamente, pereció porque era un modelo político obsoleto e intolerable ya para una España más pobre y menos compleja que la actual- sirve de excusa para justificarlo todo: la corrupción política, el fracaso del bipartidismo, el fracaso del multipartidismo, el conflicto catalán, la estrategia electoral de Pedro Sánchez, la parálisis del diálogo, la agonía de los sindicatos, la coleta de Pablo Iglesias. Negarse a suscribir esta visión rancia y guerracivilista del país -expectorada desde una sensibilidad supuestamente moderna y crítica- no significa justificarlo como un país maravilloso, como una sociedad política intachable o con problemas circunstanciales. Significa renunciar a la fascinación por una maldición histórica insuperable, a un excepcionalismo español que es la forma más vergonzosa de dimisión intelectual y, al cabo, también política, cuando se debate sobre este país, tan particular y tan vulgar como los otros países. John Locke, el padre del liberalismo clásico, debió de huir de Inglaterra para evitar que le cortaran el cuello y estuvo exiliado cinco años en Holanda, la generosa Holanda, donde Spinoza se vio obligado a no publicar más libros cinco años antes de morir para que no le quitaran la libertad y tal vez la vida.