Filósofos españoles, entre ellos la ahora consejera canaria María José Guerra, presidenta de la red académica más importante de filosofía de este país, se juntaron estos días en Madrid para rendir homenaje a Javier Muguerza, uno de los mejores profesores que tuvo nunca la Universidad de La Laguna, a la que el recientemente fallecido catedrático ha donado biblioteca y papeles de los que se deduce la audacia de su contribución al pensamiento y a su historia.

El acto tuvo un amplio seguimiento periodístico, algo que no es frecuente en este tiempo. De Filosofía se habla o se escribe para banalizar con argucias inmediatas para simular que se lee o se piensa, cuando en realidad el establecimiento social pasa por completo de la funesta manía de pensar. Esta vez fue tan abrumadora la presencia de filósofos, compañeros de Javier Muguerza, más jóvenes o más veteranos, que ese encuentro numeroso fue incluso materia de primera plana en la prensa nacional.

En la primera fila del acto, que fue multitudinario, estaba el maestro Emilio Lledó, que fue, como Muguerza, un referente en la historia de nuestra universidad. Don Emilio, atento a lo que hacen los jóvenes y respetuoso con el contenido de su asignatura, la Historia de los Fundamentos Filosóficos, estaba allí, en primera fila. No se puede decir lo que no está comprobado, de modo que no puedo decir que allí el autor de El silencio de la escritura estaba representando a la universidad en la que su amigo Javier y él profesaron sus respectivos magisterios.

Pero la presencia de don Emilio allí, los motivos del homenaje, la generosidad con la que él y Muguerza se dedicaron a enseñar entre nosotros, sí autoriza a sentir que allí no había más alto representante de nuestra historia académica que este querido maestro.

Muguerza vino a La Laguna cuando ya don Emilio estaba enseñando en Barcelona, después de dejar entre nosotros la estela de su sabiduría de profesor y de persona extraordinaria. De Muguerza nos sorprendieron enseguida prendas parecidas. Era un pensador audaz, un maestro comprometido con las clases y con las discusiones. Traía en su bagaje biográfico heridas muy graves, causadas por la guerra civil que empezó cuando él nacía. Hizo de la Universidad y de su casa (en la zona más arbolada de Santa Cruz, primero, y luego en Guamasa) centro de discusiones filosóficas y políticas a las que aportaba su ironía y su exigente concepto de la libertad.

Como don Emilio, Javier se integró en la sociedad de la Isla, fue amigo de alumnos, de libreros, de colegas, con todos tuvo siempre detalles de reconocimiento; el suyo fue un carácter alegre y confiado, bromeaba siempre con la elegancia de su inteligencia. Y caló muy hondo entre nosotros, como había ocurrido con don Emilio Lledó. A Javier, por cierto, siempre lo llamé así; al profesor Lledó lo traté siempre de don Emilio y de usted, y ahora es tarde para apearle el tratamiento. Javier llegó cuando ya a los maestros no los llamábamos don.

Cito todos estos paralelismos para recordar algo que tuve la oportunidad de decir recientemente en un programa de Televisión Española sobre don Emilio Lledó. Ahí destaqué algo que me importa y que subrayaría también en el caso de don Alejandro Nieto, que hizo una excelente escuela de Derecho Administrativo entre nosotros.

Lo que quiero poner de manifiesto es una injusticia con la que se ha despachado la presencia de profesores peninsulares, a los que con mucha ligereza hemos llamado "aves de paso". Ni don Emilio ni Javier estuvieron demasiado tiempo (relativamente: ¿quién sabe lo que dura el tiempo?) entre nosotros, enseñando. Pero los dos se enraizaron tanto, de pensamiento, de enseñanza y de obra, con la Universidad de La Laguna, con lo que ésta significa y con lo que ésta da, que es imposible no considerarlos decisivos por su magisterio y por su historia en los anales de la vieja y ahora remozada casa de la cultura de todos nosotros. No fueron aves, fueron parte de los frutos.

Que Javier Muguerza haya dejado en donación su biblioteca y sus papeles a la Universidad de La Laguna es un emocionante testimonio que certifica ese afecto y esa realidad: nunca se fue Javier, siempre estuvo con nosotros; nunca se ha ido don Emilio, su pensamiento, su personalidad, siguen siendo, para cientos de estudiantes canarios que ya doblan la edad que él tenía cuando vino, más que un maestro o un pensador o un catedrático, un amigo de veras, al que los pasillos de la universidad, como su alma, añoran. E igual digo ahora de Muguerza, al que tantos colegas han abrazado ahora en Madrid, un abrazo en el que estaba (ahí estaba la profesora Guerra) también nuestra vieja y querida alma mater.