Durante un tiempo yo pensaba, juventud arrogante, que lo sabía todo sobre el teatro solo porque era lectora compulsiva de obras de todas las épocas y estilos (¡ah, esa Biblioteca Antonio Machado!) y no me perdía una función.

Mis padres me inculcaron el amor por la escena y el respeto por sus gentes, que tantas veces se dejaban el patrimonio y las vísceras para ofrecer lo mejor que tenían: su talento.

Pero me engañaba. No tenía ni puñetera idea. No la tuve, de hecho, hasta hace unos cuatro años, cuando la vida, que nunca termina de sorprenderme, me hizo el regalo de poder convivir, durante dos semanas y algunos días más de gira, con una compañía teatral.

Gracias a la acogida sin reservas de sus integrantes supe lo que era ser parte de una troupe, de una familia que a veces llora en escena y ríe en los camerinos o viceversa; que siempre se confiesa en la soledad compartida del hotel. Y que, pase lo que pase y cobre lo que cobre, cumple escrupulosamente con su trabajo, sin importar sus circunstancias personales. Porque suspender no es una opción.

Y descubrí, sobre todo, la generosidad absoluta que se necesita para poner en pie una función.

Parece un contrasentido, porque uno, sin querer, tiene en mente al actor ególatra y pagado de sí mismo que a veces han retratado los libros o las películas. A la diva caprichosa que quiere llenar sola el escenario. No es la norma, en absoluto. Pero, incluso esos, o, mejor dicho, sobre todo esos, para brillar necesitan que sus compañeros brillen y lo procuran y lo facilitan y se ponen al servicio de la función, del público, aunque sea en beneficio propio. El teatro es un engranaje complejísimo y, a la vez, simple, que parece casi milagroso cuando se pone en funcionamiento, pero que no tiene otro secreto que dar lo mejor de cada uno, escuchando y recibiendo, con humildad, al compañero, sabiendo que solo así el resultado conjunto puede ser bueno.

Por eso me hierve la sangre cada vez que alguien suelta la trilladísima ocurrencia de que este lamentable bloqueo político que venimos sufriendo es "teatro", "teatrillo", "comedia" o, incluso, como he leído últimamente, "una mala función".

Y no. Me niego. Me duele esta comparación desafortunada e insultante. Porque hasta en una mala función hay voluntad, hay trabajo en equipo, hay ganas de hacer feliz al espectador aunque, finalmente, no se consiga. Hay, como digo, generosidad. Y esfuerzo físico y desgaste. Y sacrificio.

La peor función de teatro, créanme, contiene más verdad, más nobleza y más dignidad que esta bajísima y burda tomadura de pelo.

No hablo de oídas en ninguno de los dos casos. He trabajado en comunicación política durante quince años de mi vida. Y, repito, he conocido, desde dentro, el hecho teatral y sus misterios, constatando lo que apenas intuía como espectadora: Que el teatro jamás toma por tonto a su público. No en vano se le llama el respetable.

Sin embargo, lo que prima en esta política inane y hueca, es, precisamente, la falta de respeto al votante, al que se ningunea y maneja, al que se trae y se lleva y se culpa sin un atisbo de sonrojo.

Hoy es el teatro, ayer fue el relato. Últimamente no se hace nada desde los escaños que no vaya destinado a vaciar de significado lo que hasta hoy nos ha hecho más nobles. A pervertir y malbaratar lo más valioso que tenemos como sociedad, aquello que más debería importarnos, lo que nos convierte en más humanos, en mejores.

Ténganlo presente: Si algo nos salva algún día de esta vacuidad que nos han impuesto será el teatro, jamás la política.