Tal y como estaba previsto, vamos de cabeza a las urnas. Otra vez. La cuarta en cuatro años. Aquel viejo sistema del bipartidismo que por turnos ocupaba los gobiernos se ha convertido en un bello e inútil mosaico. La nueva política que venía a cambiar las cosas efectivamente las ha cambiado: a peor. Los bloques se han multiplicado, como los panes y los virus, y el desentendimiento y las ambiciones electorales de unos y de otros han convertido la política en un caos de egoísmos desenfrenados.

Escucho a mucha gente decir que está defraudada. Y tienen razón. Las consultas de la voluntad popular no pueden ser el recurso fácil cuando los partidos no saben o no quieren cumplir con la función social que tienen encomendada. Primero porque cuestan dinero. Las tres últimas convocatorias electorales nos han soplado casi quinientos millones de euros que podrían haberse utilizado para otros asuntos de mayor necesidad. Pero además han sido un excelente negocio para los partidos, que cobran por los votos obtenidos hasta el punto que las dos fuerzas políticas mayoritarias ingresarán, en las cuatro convocatorias, más de veinte millones en sus arcas. Si suman las demás fuerzas políticas, la cifra se multiplica.

Un día se colocarán las urnas en este país y cuando las abran se las encontrarán vacías. Será el resultado del abuso a la apelación de la confianza de los ciudadanos. Porque las elecciones, cuando se convierten en un circo al servicio de las estrategias de los asesores, se desvirtúan. Y pierden en cierta medida ese valor solemne que tienen en el acervo de la cultura democrática.

Pero esa bofetada, que sin duda sería catártica, no se va a producir. Estas próximas elecciones van a registrar una abstención récord, porque muchísima gente le está diciendo hoy a los políticos "váyanse al carajo". Pero aquellos partidos con una gran implantación recogerán los frutos de una fiel militancia. Y dicho sea de paso, les va a venir de película. Cuanta más abstención haya, más valdrán los votos de sus leales frente a las otras fuerzas políticas con menor fortuna clientelar.

Lo previsible es que el PSOE y el PP se beneficien del estrepitoso fracaso de eso que llamamos, cándidamente, la nueva política. Ciudadanos y Podemos van a pagar muy caro el espectáculo peripatético de haber llegado para dividirlo todo -incluso a ellos mismos- en cantones más radicales e incapaces de ofrecer soluciones al país. Y Vox va a perder también muchas de sus plumas prestadas, una vez pasada la fascinación de su populismo electoral.

Pero el resultado de noviembre -salvo hecatombe- no va a diferir mucho de lo que hoy tenemos. Los partidos del Congreso tendrán que llegar a pactos para poder formar una mayoría, igual que ha ocurrido en las anteriores legislaturas. ¿Qué habrá cambiado? Pues que los dos grandes partidos tradicionales habrán recuperado parte del espacio perdido.

Las nuevas elecciones no son más que otra pieza de un juego electoral irresponsable. Pocas veces España ha tenido tan pésimos políticos.