Literalmente. Solo cuando el agua nos llega al cuello, buscamos esa familiar mano enemiga que nos libre del segundo fatídico. Nada escapa a la intransigencia propia de quienes desean atrapar el poder para esconderlo en un coche blindado. Pero el poder, común delirio universal, adopta extrañas formas y se vuelve resbaladizo, en su condición de estrechez agónica sujeta con pinzas. La coctelera de amenazas que se ciernen sobre la realidad ficción filtra combinados líquidos diseñados por barmans de la política tuitera. Relatos que se evaporan delante de nuestras narices, sin conseguir despertarnos del atontamiento, por más que el lupanar mediático insista en el empeño de atizar leña al fuego del marketing establecido. Incertidumbre es la tendencia que arrasa, felizmente amasada con plastilina de hacer y deshacer monstruos, y quien se atreva a dar un leve repaso a las series que ocupan nuestros anhelos y desvelos, comprobará como devoramos las horas de una íntima y sistemática huida. Decían que estábamos ante el final de una historia y que alguna estúpida máquina copiaría la siguiente, en paradójica orgía transformadora. Esto es verdad en parte, pues la radio que escucho a primera hora recuerda aquellos sonidos, memoria de tiempos analógicos, conversaciones y silencios que incitan a la reflexión sobre el incremento del hartazgo inoculado en la frustrada y menguante clase media. El nazismo digital impregna todos nuestros actos, de tal modo que, si no pareces tecnológico, no eres nadie. Esta es la solución y la trampa que nos ofrecen los cancilleres de la desinformación y de la guerra por los datos, repetición de una antigua ansia por liderar el control de nuestras mentes ignorantes. Si tenemos que hundirnos, hagámoslo bien, y una vez sumergidos, imaginemos algo distinto a la velocidad de conexión de esta soledad global. En EE UU hay empresas que venden abrazos. Literalmente.

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