Desde 2010 España arrastra una crisis de representación política fuertemente condicionada por la brutal crisis económica y social -el aldabonazo fueron las protestas y acampadas de la primavera de 2011- y agravada a partir de 2015, cuando el principio del fin del bipartidismo imperfecto no dio paso a ninguna "segunda transición", tal y como especularon algunos analistas despendolados. Los nuevos partidos (Ciudadanos y Podemos) no se plantearon estrategias político-electorales desde su condición de fuerzas minoritarias: ambos suscribieron que su objetivo era superar a las fuerzas más veteranas, a las dos grandes organizaciones paraestatales que se habían alternado en el poder durante décadas, por lo que antes de buscar consensos se dedicaron a impulsar tácticas de enfrentamiento y tensión y una erosión creciente de la legitimación democrática.

Ciudadanos abandonó en muy pocos años cualquier veleidad socialdemócrata y, lo que es más relevante, su vocación de fuerza bisagra. Albert Rivera y su reducido equipo de confianza se plantearon como objetivo convertirse en la primera fuerza en el espacio del centroderecha y superar electoralmente al PP. Pablo Iglesias sufrió rupturas, emprendió purgas, peronizó su liderazgo y se aferró a la Constitución en los debates, y en ese no muy largo proceso recorrió el trecho que va desde querer asaltar los cielos desde los platós de televisión -porque la revolución será televisada o no será- hasta pedir ministerios y direcciones generales en un gobierno de coalición con el PSOE, firmando lo que haga falta, sin excluir un superfluo y nos iremos si en 100 días no estás encantado con nosotros. Las cuatro fuerzas políticas han seguido jugando al bipartidismo en un ecosistema político que ellos mismos habían transformado, y en ningún momento los nuevos han presionado, ni los viejos se han dado por enterados, de las reformas necesarias -ley electoral, financiación de los partidos, proceso de investidura presidencial- para sortear los peligros de un bloqueo político cronificado que, finalmente, ha conducido al fracaso más escandaloso y estúpido: una nueva convocatoria electoral el próximo 10 de noviembre. En el mejor de los casos España no tendrá gobierno hasta finales del año. Un gobierno en funciones es un enorme y desvergonzado ejercicio de irresponsabilidad colectiva. No va a salir gratis, no a un partido o a otro, sino a la salud política y a la legitimidad democrática del sistema parlamentario español. Pero la principal asunción de responsabilidades corresponde a Pedro Sánchez y el PSOE. Renunció sencillamente a negociar durante semanas y luego intentó un acuerdo con Unidas Podemos engarzado de regates tácticos, obsesionado en encontrar fórmulas en las que UP no pudiera aceptar. La Vicepresidencia y los ministerios ofrecidos en julio ya no eran aceptables en septiembre. Y luego esa bochornosa, sistemática, naturalizada confusión entre el partido y el Gobierno, entre lo público y la propaganda, entre la argumentación política y el relato publicitario pagado con los impuestos de todos. Pedro Sánchez es trivial. El sanchismo no es un proyecto socialdemócrata, sino un manual para ganar elecciones hasta que haya que convocar las siguientes.