La semana pasada coincidimos con Vargas Llosa en La Palma, donde participaba en el 2º Festival de Escritores Hispanoamericanos y ofrecía una charla en los Llanos de Aridane, por lo que fuimos a verle. Oírle hablar es homenajear al idioma, rendirle culto. Vargas Llosa lleva el señorial canto de su prosa a cualquier género, sea novela, ensayo, crónica. Como decía Schiller, la forma ha de adaptarse al fondo como el jinete al caballo. Desde hace tiempo es común oír a la gente de marbete progresista, que encomian a pensadores de consignas líricas como Saramago y Galeano (dignas de congresos sindicales), absolver a Vargas Llosa como novelista -deben presentirse sin aparato crítico-, pero descalificándolo en todo lo demás.

En el fondo, el sectarismo -el más rotundo signo de inmunidad intelectual- es el motor del agravio. Vargas Llosa fue comunista en Perú, marxista en París y Cuba, hasta que la ponzoña represiva de Fidel Castro con el caso Heberto Padilla (autoinculpación estalinista) le hizo romper definitivamente con las simplezas constructivistas de paraísos terrenales, sarcófagos de sangre sin excepción. Ocurre que el novelista es un pensador de gran calado, desacostumbrado por infrecuente entre ellos. Novelar, la ficción, la pujanza heurística del imaginario y el rigor conceptual, sistemático del pensamiento, casi nunca casan. Los amantes de la literatura no pueden dejar pasar por alto la llamada de la tribu, que viene a ser un curso de teoría política y filosofía moral de un intelectual liberado de academicismos librescos y monsergas eruditas. Aunque devoto del Vargas Llosa también ensayístico ¡cómo no citar la Civilización del espectáculo!, el libro referenciado me sorprendió por su hondura, rigor y la, esperada, gran fiesta de su lectura. Vargas Llosa combinó su pasión por la ficción con la del pensamiento a un extremo que no creo se conozca bien. Descubrí que leyó sistemáticamente y de muy antiguo, año tras año, a los grandes pensadores del siglo pasado. Llegó a coincidir con Isaiah Berlin. Nada de lecturas atropelladas y oportunistas, sino estudio concienzudo y sostenido de Adam Smith, Hayek, Popper y popes del pensamiento liberal, que conciben el Estado y prevén la regulación no invasiva y ordenancista del mercado -para ellos, no apocalípticos términos excluyentes-; además de Ortega y Gasset, Raymond Aron y otros. Frente a estas teorías y pensadores no ha habido otro remedio que conjurarlos con un significante rotundo y ladrillo de todo lo malsonante y devastador: neoliberalismo, suerte de conjura judeo-masónica que emparenta doblemente con el Estado corporativo franquista: en economía y propaganda.