Cada una de las palabras que algunos periodistas escriben en medios impresos de este país pueden convertirse en una tumba, cavada a conciencia, en la cual se introduce el cuerpo vivo de una persona, que siente cómo se asfixia cuando sobre ella se vierte la tierra húmeda, densa y pastosa, que la aplasta hasta convertirla en un trozo de carne inmóvil.

La prensa amarilla lleva décadas instalada en nuestro terruño y se ha visto acrecentada por la implantación de las nuevas tecnologías de la información. Aunque no hay nada que descubrir ante este asunto, siempre me pregunto qué lleva a un profesional de esta actividad a participar en medios de esa característica, que no tienen credibilidad y que desprestigian la esencia del propio periodismo. Pienso que sus mentes retorcidas y su redacción chabacana, que buscan hacer daño a toda costa o generar una audiencia que legitima esa forma de desvirtuar la información, van de la mano del medio que los contrata, unas veces mediatizados por una línea ideológica y política, otras por cuestiones religiosas y económicas. Al final, la ética es lo de menos: lo primordial es hundir a las personas para garantizar el ascenso de otras, afines a los intereses de esos medios, o garantizar unas relaciones de poder, deslegitimando gobiernos a través de noticias insidiosas, hasta el punto de indagar en la vida íntima de los políticos y de su entorno.

Admiro a aquellos que, día tras día, nos detallan las malditas guerras que asolan este mundo. Sé que están hechos de otra pasta e incluso puede que no tengan ni corazón para soportar las atrocidades que suceden ante sus ojos. Si de algo estoy seguro es de que siempre han sido el látigo que azota nuestras conciencias, a veces dejándonos una marca temporal para recordarnos las miserias que nos rodean, que desaparece muy rápido porque el mal ajeno siempre es fácil de olvidar. A muy pocos lectores les importa la calidad y la credibilidad que consta en las páginas donde narran los denominados daños colaterales de esos conflictos bélicos, ejemplificados en los niños descuartizados y las mujeres violadas. Menos aún las verdaderas causas que conllevan esa barbarie, que suele estar legitimada internacionalmente, demostrándolo con un proceso de investigación paralelo y la exposición de una noticia acorde con la realidad.

Por el contrario, en el lado opuesto están aquellos que escriben a conciencia para menoscabar, basando su actuación en la mentira, el desprestigio de las personas por intereses creados, la denigración bajo cualquier fórmula, la falta de argumentos sólidos y la ausencia de análisis formal. Existen porque hay un público que demanda este tipo de información, sucia y visceral, manipulada a conciencia como la carne procesada, basada en acabar con la condición humana de quien cae en sus garras. Estos periodistas, por llamarlos de alguna manera, solo son actores de tercera clase, que juegan a ser Dios delante de un teclado de ordenador. En realidad, representan el vómito de una sociedad que se alegra del mal ajeno y que renuncia al diálogo, el respeto y la diversidad.

Más allá de esto, denigran una profesión que nos saca del aislamiento al que nos quieren someter muchos, pisoteando el código deontológico que debería caracterizarla. La formación universitaria solo fue papel mojado y los valores implícitos al periodista de raza acabaron olvidados en una gaveta, como una botella a medias de un alcohólico. Quien presuma de escribir así, debe tener la conciencia tan contaminada como el agua turbia de un estanque, donde los mosquitos se deleitan con las ratas muertas que flotan.

Todo funciona bajo esas premisas, amparado por los que financian medios para destruir todo aquello que nos les convenga. Difamar y engañar es fácil; lo complicado es escribir una noticia acorde con lo sucedido e interpretar el hecho sin introducir sesgos en la información. La integridad de esa profesión depende de ello.

*Licenciado en Geografía e Historia