Las ciudades murmuran, hablan, se quejan siempre de algo, cuando aprendemos a escucharlas. Los puertos de mar despiertan en la memoria un eco de gaviotas e infinitas estelas. Las urbes industriales, su estrépito más alto de sirenas y maquinaria. De las grandes ciudades hereda el viajero un recuerdo sonoro a metros, estaciones de tren y aeropuertos. Para el niño, como para el viejo, la compañía de la ciudad, que en lo hondo de uno escarba un laberinto de sensaciones, encierra sus propios sonidos, sus palabras familiares. También las pequeñas ciudades hablaron desde tiempo inmemorial lenguajes herméticos, perfeccionados por la gracia del sol y las estaciones.

La ciudad del agua habló siempre la lengua de los campanarios y la recova temprana, el idioma de las guitarras y los juegos infantiles, pero en diciembre sonaba a trueno y a sinfonía de lluvia en los cristales, a travesura de charco y a barranco. En abril volvían los gorriones, las ranas y el viento a mecerse en las copas de los árboles. En agosto el niño oía la gota de agua en la destiladera y la queja de la casa sofocada por el calor, el crujido de alivio en la escalera a las cinco de la tarde. Durante el mes de octubre cantaban, sí, las estrellas y los grillos. Resucita en la memoria el canto de los grillos como la última voz de la ciudad, el resuello nocturno de los conventos y las torres, los patios y el zaguán, los jardines y el poeta? los poetas: rincón de mis sosiegos? orquesta del alba? canta la tierra como un grillo entre la música celeste.

En algún lugar olvidado he leído que el grillo es como un delicado instrumento porque la temperatura altera la melodía de su alada cajita de música. Los chinos, que demuestran ser más sabios, crían grillos para deleitarse con su canto. Los japoneses celebran su llegada como anticipo de la fortuna. Los griegos -Safo entre ellos- lo inmortalizaron en su mitología:

Titono era un mortal, hijo de Laomedonte, rey de Troya. Siendo de una belleza deslumbrante, conquistó el corazón de la diosa Eos, Aurora en la mitología latina. Esta le pidió a Zeus la inmortalidad para su amado, cosa que le fue concedida. Pero la diosa no pidió la juventud eterna, de modo que Titono fue haciéndose cada vez más anciano hasta que se convirtió en grillo. Desde entonces, cada vez que Eos se despierta por la mañana y llora produciendo el rocío con sus lágrimas, Titono se alimenta de las mismas, mientras susurra el conocido sonido con el que pide su muerte a Tánatos, el hijo de la noche: mori, mori, mori?

En la ciudad del agua el año pasado no cantaron los grillos, el vecino más venerable y humilde se ha extinguido y nadie lo ha echado de menos. ¿Se habrá consumado el mito fatal? ¿Sabe alguien si el luctuoso suceso es consecuencia del cambio climático o del dichoso glifosato? ¿Quizás hemos tapiado la rendijita que te servía de morada o te ha echado de casa la oportunista cucaracha? ¡Ay del artista que se haya quedado en la calle!, tras él acudirán sin darle tregua las hijas de la noche, que nada saben de fábulas ni aprecian su canto y sañudas hostigan al músico con la punta del pie. Ahora, cuando el castillo de la creación se desploma, el gremio de las abejas tiene a sus abogados y las mariposas una legión de admiradores, pero el grillo de octubre se ha quedado solo.

Con un poco de suerte, tal vez este año lo oigamos cantar:

Cri, cri, cri, cri?