En la calle General Goded número 7 de Santa Cruz de Tenerife vivía Domingo Pérez Minik, a quien siempre llamé don Domingo. Lo conocí en la calle del Castillo, cuando él salía de comprar libros de la librería La Prensa y yo estaba en esa esquina yendo a cualquier parte. Le dije que lo conocía y leía sus artículos en El Día y ahí nació una relación y una amistad que duró hasta su muerte. Ésta fue precedida por un amargo periodo de enfermedades que él arrostró con la misma dignidad con la que afrontó la terrible desgracia que supuso para él la muerte, años antes de su propia muerte, de Rosita Camacho, su bien amada esposa.

Don Domingo murió hace ahora treinta años. Santa Cruz le debe muchos homenajes, que no le ha hecho. Tenerife le debe tributo. La cultura literaria, la que hemos seguido haciendo todos los isleños que nos dedicamos a esto, tendría muchas cosas que aprender de su sentido de la amistad combinada con la justicia y con la generosidad.

Para mí fue un maestro emocionante al que jamás le pagaré, ni con escritura ni con recuerdo, lo mucho que hizo porque aprendiera a querer o a estimar, o a estimular incluso, a personas que no hubieran querido que yo estuviera sobre la faz de la tierra.

Era, para mí, fuera de mi madre u otros miembros de mi familia, el hombre más justo que he conocido. Nunca le escuché, en sus juicios humanos o literarios, invectivas o consideraciones desagradables incluso sobre sus peores enemigos políticos o adversarios, que tuvo, a los que distinguió con la indiferencia, salvo en una ocasión, al menos a mi vista. Fue cuando se tropezó en el aeropuerto de Los Rodeos, aún en la época de Franco, con un fiscal que mandó a compañeros suyos a la cárcel o a la muerte. Se limitó a darle la espalda; sólo contó la trascendencia desagradable de ese encuentro porque le pregunté allí mismo por qué él, que siempre saludaba a quienes no eran ni de sus ideas ni de actitud, le volvía la espalda a aquel prócer isleño.

Don Domingo se distinguió, en su escritura interior, es decir, la que escribió sobre aquellos que fueron sus contemporáneos en las Islas, con los que tuvo discrepancias o desengaños ideológicos, por el respeto a la escritura misma; no tiñó sus juicios de la reivindicación de sus propios valores, sino que escribió de los escritores, poetas, novelistas, historiadores, ensayistas, desde el punto de vista de la calidad de sus textos. Y fue extremadamente generoso con los jóvenes que venían (o que veníamos). La primitiva edición (luego CajaCanarias ha hecho varias) de su Isla y literatura (donde hay mucho de lo que escribió en este periódico) está llena de ejemplos de esas bienvenidas a los nuevos escritores, desde el más joven (Félix Francisco Casanova, tan tempranamente perdido) a sus viejos compañeros, desde Pedro García Cabrera o Emeterio Gutiérrez Albelo, a los que la historia política puso en las antípodas.

Esa frase de Albert Camus que me parece una hoja de ruta moral por la que a mi me gustaría derivar ("El sol que reinó sobre mi infancia me privó de todo resentimiento") se puede aplicar a don Domingo en relación a todo lo que hizo o escribió sobre esos personajes contradictorios a los que la guerra, como a él, dejaron atónitos, sin saber qué hacer con el más preciado de sus tesoros, la amistad. Él supo qué hacer con la amistad: la mantuvo.

Era de una curiosidad emocionante. Tenía un motto, una frase habitual, cada vez que conocía una historia: "¡Qué curioso!" Y tenía una expresión, "¡qué personaje!", cada vez que era incapaz de descifrar la entidad moral, o incluso literaria, de alguien que viniera con ínfulas que chocaran con su propia sencillez.

Era un hombre digno y humilde, admirable persona y estupendo personaje. Un solitario sumamente acompañado. Su muerte fue el final natural de un hombre. Su memoria es un ejemplo para la ciudad y para la Isla y para todos los que aman o amamos el oficio de leer y las consecuencias que ha de tener la cultura escrita, como método de conocimiento y debate.

Esa calle General Goded, que ahora se llama Del Perdón, debería perdonarse a sí misma por no llamarse calle Domingo Pérez Minik. Eso, por lo menos. Pero la región, y no solo la región, le debe muchísimo más a este hombre justo cuyo vigor personal, político y literario tanto influyó en un territorio que ahora necesita, como nunca, seres humanos así.