El pasado martes 10 de septiembre, con el lema "Todos somos vulnerables", tuvo lugar la celebración del Día Mundial de la Prevención del Suicidio. El objeto de esta jornada no es otro que el de concienciar a la población mundial sobre este preocupante fenómeno que, por desgracia, afecta a las regiones de todo el planeta. El suicidio es actualmente la segunda causa de fallecimiento en el rango de personas comprendido entre los quince y los veintinueve años, cobrándose al año, según la Organización Mundial de la Salud (OMS), más de ochocientos mil óbitos. Cabe decir, por tanto, que el riesgo de su comisión aumenta en la etapa de la adolescencia, y más aún desde que Internet se ha tornado para todos una herramienta imprescindible de uso.

Los factores que influyen en esta compleja problemática son diversos, desde los psicológicos a los sociales y desde los biológicos a los culturales pero, curiosamente, llama la atención que su percepción como peligrosa resulte minimizada en comparación con los accidentes de tráfico o con el consumo de alcohol y drogas. En cualquier caso, urge transmitir la idea de que los suicidios se pueden prevenir, por más que tal prevención se ve condicionada negativamente por una evidente falta de sensibilización derivada del tabú existente a nivel social. Para analizar abiertamente esta realidad, hay que empezar por hablar de ella como sucede con los infartos o las neumonías, por poner dos ejemplos. De ahí que proceda prevenirla de forma innovadora e integral, colaborando para ello no sólo el sector sanitario sino también el educativo, el laboral, el policial, el jurídico, el político y, por supuesto, el de los medios de comunicación.

Se adivina fundamental trasladar el mensaje de que las crisis que abocan a una persona a acabar con su vida suelen ser pasajeras, no permanentes, aunque en un principio parezca que el abatimiento no va a terminar jamás. Los pensamientos suicidas normalmente están asociados a problemas que pueden resolverse. No significa que no tengan solución, sino que el sujeto no es capaz de vislumbrarla en ese momento. De hecho, lo que verdaderamente se desea no es tanto la muerte como el cese de un sufrimiento que se percibe como insuperable pero que, al cabo de un tiempo, es probable que reduzca su intensidad. De ahí que convenga recordar esas razones de peso que nos impulsan a sobrevivir en las peores circunstancias, como pueden ser la familia, las amistades, las aficiones o los proyectos por realizar.

Y siendo los profesionales de la salud el principal bastión a la hora de tratar a los afectados por estas situaciones, no es menos cierto que esos familiares, amigos, vecinos o compañeros de trabajo también son figuras esenciales para una detección precoz y un apoyo que procure esperanza y frene las intenciones destructivas. En este sentido, existen una serie de estrategias eficaces que vale la pena referir, entre ellas la restricción del acceso a sustancias tóxicas y armas de fuego, la identificación temprana y el posterior tratamiento de quienes sufren trastornos mentales como la depresión, o que consumen alcohol y sustancias tóxicas, la mejora del acceso a los servicios sanitarios y de asistencia social, la responsabilidad alejada del sensacionalismo en la cobertura informativa de estas noticias, y la normalización de la búsqueda de ayuda por parte de quienes sufren estos padecimientos.

Todo suicidio es una tragedia que cuando tiene lugar supone un golpe demoledor en el entorno de la víctima, cuyos allegados se plantean de modo recurrente e inevitable si podían haber hecho algo más (tal vez, algo distinto) para evitar ese desenlace tan terrible. Por ello su duelo, si cabe más dramático que cualquier otro, les condena a transitar por una senda enormemente dolorosa en la que a menudo buscan respuestas que les son negadas. Luchemos, pues, entre todos contra la invisibilidad y el silenciamiento de los suicidios. Probablemente baste con mirar al otro en vez de verle, y con escucharle en vez de oírle.

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