Hemos pasado de las sonrisas y las complicidades al desprecio y la frialdad. El último debate en el Congreso de los Diputados fue una extraña ceremonia: el desesperado intento de Pablo Iglesias de llamar la atención de un Pedro Sánchez que apenas le miró y mucho menos escuchó. Falsamente abstraído en unas notas que garabateaba en el escaño, el presidente del Gobierno, frío como un pez, creó ese clima gélido con el que marca distancias.

Los estrategas de la Moncloa, que hoy mandan en el PSOE, decidieron hace tiempo que lo conveniente para los intereses del líder son unas nuevas elecciones en noviembre. Sostienen que será bueno para Sánchez, que mejorará resultados, e incluso para el PP, que crecerá a costa de Vox que perderá fuelle, y de Ciudadanos. Es un riesgo, porque las elecciones las carga el diablo. Pero Sánchez está siguiendo ese guión a pies juntillas.

Desde el primer momento, la impresión general es que los socialistas se habrían llevado un disgusto de los gordos si Podemos hubiera aceptado cualquiera de las ofertas de saldo que les fueron ofreciendo de más a menos. El veto a que Pablo Iglesias tuviera cualquier tipo de cargo fue como una provocación para que los podemitas montaran en cólera y se rompiera la baraja. Pero la izquierda verdadera ha apretado los dientes soportando paciente y dolorosamente el ninguneo progresivo del equipo de demoliciones que Sánchez mandó a negociar.

Y así hemos llegado al final, que es el principio. O se apoya un gobierno en solitario del PSOE o se convocan elecciones. O gratis total o confrontación total. Que es como empezó esta historia, perdida luego en los meandros de unas apariencias negociadoras más falsas que Judas. La gran ironía de las próximas elecciones es que todos se echarán las culpas de que se hayan convocado, para que la ira del respetable, harto de votar para nada, se cebe con alguien.

Algunos piensan que el clima de enfrentamiento entre la propia izquierda terminará afectando las relaciones de los partidos a nivel local. No va ser cómodo gobernar juntos en Canarias mientras sus líderes se atizan en medio de la campaña. Pero no habrá daños irreparables. El poder agudiza mucho el amor propio y los partidos del pacto aplicarán seguramente el principio de que cada perro se lama su propio rabo: allá se las compongan los aparatos en Madrid con sus problemas, porque aquí tienen los suyos.

El Cabildo de Gran Canaria es una bomba de relojería que puede terminar explotando en los bajos del PSOE y Nueva Canarias. Y la inestabilidad en algunas corporaciones locales, donde se gobierna con alianzas de mayoría precaria y posiblemente volatil, augura que en el transcurso de los próximos años, cuando pase el tiempo y lleguen los primeros roces, en algunos ayuntamientos o cabildos terminará liándose una gorda. Pero hoy no toca. La próxima campaña será a cara de perro entre el PSOE y Podemos. Pero no en el Jardín de las Hespérides del pacto de las flores.