La pintora se alongó al mar, que siempre estuvo ahí, con sus caminos y explicaciones, para hacer lo que no había hecho antes; esto es: "entender cuanto se ve" y enseñar las humildes claves de la belleza, "esa inutilidad tan necesaria para el espíritu". En su espléndida madurez -fusión de talento, sabiduría adquirida con el trabajo y la luminosa rebeldía que, como su sombra, la acompaña siempre- Lola del Castillo abrió en la Fundación CajaCanarias, con el título de Hijas de la luna, la exposición número cuarenta de sus individuales que, como es habitual, se presenta como una poderosa y dulcísima sorpresa.

Para la nueva aventura, la artista lagunera tomó la realidad por asalto, construyó una obra cotidiana y colosal y la dotó de un frontispicio brillante que provoca nuestra gozosa complicidad. "Y acaso toda el alma de una isla, más que obsesión de rocas a pie firme, sea un brote de mar encadenado", apuntó Pedro García Cabrera; y Álvaro Marcos Arvelo metió en su valioso prefacio la quintaesencia de un empeño ejemplar: "Descifrar las mil formas en las que el agua se hace cuerpo, comprender su hondura, sus ritmos, su última piel crepitando antes de regresar al origen, al silencio de los charcos".

Porque siempre estuvo ahí, Lola del Castillo lo trató con la lealtad que se merece; oscuro y familiar como los sueños, con el silencio blanco de la espuma que espera perpetuarse en el callao, cuando la inmensidad recuerda a la playa mínima que la posee, porque comparten memoria y latido. Así pues, sin espejos para los dos azules ni trucos para las distancias; sin horizontes donde cielo y mar se piden paso mutuamente; nada de marinas domadas ni nadie para distraer las emociones que no sean hijas de la luna.

Salimos a la plaza del Adelantado con el olor y el salitre en el rostro, la arena en los dedos; con el eco de los sonidos anchos, el vaivén de las grandes corrientes y la intimidad de las suaves mareas que conviven en las orillas; redondeados como los basaltos, agrupados como las algas en los jardines de Valery; mullidos como los musgos en los que Morales descubrió a los compañeros de infancia; colonizados como las blancas varandas que desnudan los primeros óxidos, como los norayes que cuentan viejos asuntos, las boyas alineadas que alientan esperanzas y la patera desencuadernada que evoca el fin de un sueño roto. Grande Lola.