A nadie le gustaría vivir encarcelado por decisión de otra persona, privado de toda libertad y condenado a recorrer día tras día el mismo espacio acotado. Lo mismo le pasa a los animales de un zoo porque también son seres que sienten y padecen, pero eso nos da igual con tal de exhibirlos para obtener dinero a su costa.

Hay una idea preconcebida de que estos centros contribuyen a que aquellos vivan en unas condiciones mejores que en su hábitat natural y con unos cuidados de los que carecen en él, lo cual influye directamente en su longevidad y su reproducción, sin olvidar su seguridad frente a otros depredadores. En realidad, esta concepción es falsa, ya que tiene por objetivo hacernos creer que los zoos son necesarios como zonas para evitar que muchas especies se extingan y para concienciarnos de la vulnerabilidad de este planeta, lo que conduce a la afirmación de que privatizamos la existencia de esos animales por nuestra condición de especie dominante.

En el fondo, lo que subyace es que los condenamos a un mundo artificial, totalmente ajeno al ecosistema donde antes se desarrollaban en su estado salvaje e interactuaban dentro del equilibrio que ha fijado la propia naturaleza. A ninguna madre le gustaría que le robasen su hijo y lo vendiesen; esto lo consideraría no como una vulneración de las leyes, sino como un acto de crueldad y de desposesión de algo tan cercano e íntimo, llevando incluso a la depresión y el suicidio al no poder recuperarlo. Por eso, no deja ser contradictorio que nosotros sí lo hagamos con ellos, capturándolos, en compañía o no de sus progenitores, lo cual reafirma que los humanos son el mayor peligro que tienen aquellos, convertidos así en su particular depredador.

Además, ¿por qué nunca cuestionamos su procedencia? Nuestro egocentrismo no nos deja ver más allá del muro que construimos para separar la sociedad desarrollada de la subdesarrollada. Los zoos se sustentan en el comercio internacional de animales, con lo cual se ratifica la idea de que estos últimos se conciben como mercancía. De este modo, pasan de unas manos a otras en función de los intereses creados, que en algunos casos implican hasta el soborno de los controles aduaneros y la falsificación de los permisos de los países de procedencia para garantizar su salida, en apariencia de manera legal.

Esa condición de concebirlos como objetos ha llevado también a utilizarlos como regalos entre jefes de Estado, lo que da idea del despotismo con que se actúa sobre ellos, tal y como sucedió en 1972 cuando los reyes de España recibieron un ejemplar de guepardo en su viaje oficial a Etiopía.

Esos mismos países, construidos bajo el signo de la corrupción y de su dependencia de las divisas externas, deberían rectificar esta forma de proceder porque convierten en apátridas a quienes antes tenían unas señas de identidad, claras y definidas, por su vinculación a un determinado territorio. Pero esto nunca sucederá porque sus distintos gobiernos, fácilmente sobornables, no defenderán su fauna por encima de la importancia del dinero y jamás establecerán leyes restrictivas sobre este tema, que eviten que sus fronteras se convierta en un hipermercado de animales, donde se nutren aquellos que hacen de los zoos una selva exótica en medio de la urbe.

Si a esto le sumamos que representan una visión de dominio, ya que concentran en un espacio la mayor diversidad de especies posible y de un marco geográfico global, gracias a la posesión de capital, y que son un reclamo turístico, que se materializa en una inyección económica nacional y que conlleva la creación de numerosos puestos de trabajo, directos e indirectos, al final la sociedad defiende su existencia. Su función es garantizar el esparcimiento de las familias; mientras pasean por ellos, las madres y los padres dan lecciones de ética a sus hijos, diciéndoles que la libertad es un principio irrenunciable y que se fijen en lo felices que están los animales del zoo.

*Licenciado en Geografía e Historia