A lo largo de nuestra existencia salen y entran muchas personas en tu vida. Unas, con la intención de dar un paseo, otras buscando cobijo en sus adversidades y otras que andan por ahí buscando un lugar donde coger resuello y proseguir. En ese transitar es lógico que no todas vengan con buenas intenciones y que algunas toquen en la puerta con intereses pocos sanos. No sé cuándo compre un detector de egoístas y lastimeros; alguien lo dejaría olvidado en un cajón y en la última mudanza apareció. De hecho lo uso poco porque la vida, la experiencia, es el mejor detector de mentirosos. Es cuestión de tiempo. Estos días ha venido a casa una persona que habiendo sido amigo nunca fue de fiar. Siempre tuve la impresión de que si no lo hacía a la entrada lo haría a la salida. Detesto a los que pregonan amor, cariño, como quien se bebe un vaso de agua. Lo admiré mucho, pero a medida que mi admiración crecía fui descubriendo no solo a un monumental egoísta sino a una persona incapaz de compartir y mucho menos de que le robaran protagonismo. Bueno, en realidad compartía lo malo, lo bueno jamás. En nuestro entorno se le ayudó mucho especialmente cuando su salud le dio un revolcón. Remontó el mal momento y se esfumó. Es de esas personas que llevan años en la miseria, en la queja permanente, porque entre sus amigos eso tiene gancho. Es experto en hacerse el cojo para que no lo carguen. No quisiera por nada del mundo identificarlo. A la gente que quieres le toleras algunas cosillas pero cuando descubres el ser humano que no hace nada a cambio de nada, esa amistad, aquel afecto, hace aguas hasta que su barcaza se hunde.

Es triste la decepción pero más el engaño, la impostura y el interés. O confirmar que no te quería, no, quería lo que representabas.

Ya sonó el portazo.