"...arder como la vela y consumirse,

haciendo torres sobre tierna arena;

caer de un cielo y ser demonio en pena"

El exalcalde del Puerto de la Cruz, ex coordinador regional del PP, exconsejero del Cabildo y ex de casi todo, Lope Afonso, ha sido condenado a nueve años de inhabilitación por autorizar, al parecer indebidamente, unos mercadillos en el municipio portuense. Duro castigo para tan poca gloria, por mucho que lo mal hecho sea ciertamente malo. Ha sido ejemplar en su reacción a la condena recurrible, dimitiendo de todos sus cargos y hasta de su militancia en el partido. Y ha dado por concluida su carrera política.

La vida pública en España se ha transformado en un confuso escenario donde se mezclan las churras con las merinas, los golfos con los tontos y los errores con los chorizos de cantimpalo. La mejor defensa para los sinvergüenzas es la creencia generalizada de que todos los somos potencialmente. Pero no es así. Hay miles de personas que han dado con sus huesos en la política y que son gente corriente y moliente, de común decente y seria, aunque sea mayormente tronca por meterse en el charco.

No me acuerdo si era Benavente el que decía que la honradez empieza de la cintura para arriba y la honestidad de cintura para abajo. Hoy el personal tiene la preventiva creencia de que su prójimo ni es honesto ni es honrado. Algunos garbanzos negros, cocinados con escándalo en el inestimable incendio de los medios de comunicación, han convertido el potaje de lo público en una mierda espichada en un palo reputacional. Y esta causa general contra todo y contra todos ha derivado en que se fusionen indebidamente en el imaginario del vulgo la sanción de los simples errores administrativos con las penas contra la corrupción.

La prevaricación es un concepto jurídico tan exquisito como delicuescente. Establece que un responsable público hace algo mal perfectamente a sabiendas de que lo que está haciendo es ilegal. No existe lucro o beneficio para el interfecto, sino la simple ejecución consciente de un acto ilícito. Y esto supone un problema, porque resulta especialmente difícil y subjetivo establecer con certeza que alguien sabe sin lugar a dudas que está metiendo la pata aunque no meta la mano.

El último deporte de moda, la caza del concejal, ha convertido la vida municipal en un infierno. Los jueces son funcionarios públicos de la Administración de Justicia. Dictan sentencias todos los días conforme a su leal saber y entender (al menos en la gran mayoría de los casos). Pero se dan frecuentes asuntos en que esas sentencias son revocadas por un tribunal superior -por otros jueces- que en ocasiones absuelven al que fue condenado o condenan al que fue absuelto o le dan la vuelta al fallo como a un calcetín. Desconozco que en ningún caso se haya condenado o sancionado al juez anterior que se equivocó en la sentencia o aplicó indebidamente la ley. Porque se entiende que su decisión fue fruto del error y no una medida tomada a sabiendas de que estaba haciéndolo mal o consecuencia de una mala praxis jurídica.

Esa generosa interpretación no se da en el caso de otros funcionarios de otras administraciones, como jefes de servicios municipales, secretarios de corporación o interventores. En muchos temas, informes jurídicos o expedientes informados de una determinada manera, que acaban en los juzgados, devienen en condenas por prevaricación administrativa. ¿Por qué en ese ámbito los errores son tan duramente considerados mientras que en otros se interpretan de una forma tan laxa? Misterios. O gremialismo. Pero lo cierto es que se ha instalado en las administraciones locales una especie de pánico a firmar cualquier cosa, de forma que cualquier funcionario que tiene que informar algo intenta dilatarlo lo máximo posible y se la coge con papel de fumar. El resultado es una parálisis tal que hay promotores, empresarios o ciudadanos al borde del suicidio mientras sus asuntos languidecen en una eterna espera sin que nadie se atreva a darles respuesta.

Sería bueno que aprendiéramos a deslindar lo que significa el enriquecimiento de algunos vivos -gracias a los asuntos públicos- de los errores que se producen en una legislación cada vez mas confusa y enrevesada. Tanto que no es infrecuente que los propios magistrados suden la gota gorda cuando se tienen que enfrentar a la interpretación de algún asunto que les cae en mala suerte. Pero ellos están a salvo de responsabilidades cuando se equivocan, mientras que los funcionarios de otras administraciones no.

Nos hemos instalado en la creencia, como producto de la perversa moda social a donde nos llevó la eclosión de la irregular financiación de los partidos políticos y la prosperidad de sus recaudadores, de que todo el monte es orégano. Pero no lo es.