Nunca agradeceré demasiado a Álex Grijelmo, a quien tanto le debe la lengua española de ida y vuelta, es decir, la que se habla en España (y en Canarias) y la que se habla en América, que me ayudara a entender el error que cometía de adolescente cuando le decía a mi madre que vocablos o construcciones que ella usaba eran radicalmente incorrectas.

En su libro El genio del idioma, Grijelmo, periodista de larga trayectoria, que ahora dirige la Escuela de Periodismo Universidad Autónoma El País y es además académico de la Lengua en Colombia, donde mejor se habla el castellano, explica algo crucial en mi vida en relación con mi madre y sus construcciones sintácticas y su vocabulario. Tardé tantos años en saber lo que cuenta Álex que murió mi madre sin que yo le pidiera perdón por mi arrogancia.

Lo que sucedió fue lo siguiente. Mi madre hablaba el español que se aposentó en las Islas, y sobre todo en el medio ambiente en que discurrió su infancia, Las Dehesas del Puerto de la Cruz, a principios del siglo XX. Incluía ese español palabras de ida y vuelta que cuando yo empecé a escuchar la radio, en torno a 1960, ya eran obsoletas o solamente se decían en el ámbito de la edad de mi madre y en algunos barrios o pueblos. En realidad, la radio hablaba sobre todo el español peninsular, el que ya se había quedado en ámbitos específicos del territorio continental español. Ni qué decir tiene que la radio no admitía, además, ni la palabra guagua ni la palabra papa. Era, por así decirlo, el español culto o profesional, radiofónico o periodístico, pero también común entre los que ya habían hecho estudios universitarios o de otro tipo. Y ese era el español que yo escuchaba. Ni siquiera estaba el español que había vuelto de América, el que había quedado en el léxico de mi madre. Había sido borrado de la radio el genio de la lengua.

Mi madre, que sabía leer y escribir correctamente, aunque se negara a descifrar palabras extranjeras, se había quedado con el idioma asentado en sus breves épocas de aprendizaje, y así se refería a las cosas y a los hechos, a las personas y a los sucesos; lo mismo, dicho en la radio, se explicaba de otra manera, y yo sentía que cada vez que decía alguna cosa a mis luces incorrecta debía rectificarla. Y, claro, me pasaba el día rectificándola: "Ma, así no se dice. Ma, así tampoco se dice. Ma, cómo es posible que digas eso así". Y, claro, un día mi madre se hartó.

Ahora diré cómo se hartó, hasta qué punto reaccionó, y cómo me dejó en mi sitio, hablando mi lengua de señorito venido a más, y hablando ella como le dio la santa gana. Pero antes voy a reiterar lo que significó para mi el encuentro con el libro de Álex Grijelmo. Le dio naturaleza a la cultura de mi madre, que me contaba dichos e historias, cosas que había escuchado o leído en la escuela o entre las jóvenes plataneras del siglo XX, donde ella trabajaba y ayudaba a trabajar. Un día me contó la historia de Francisco Ferrer y Guardia, el educador anarquista catalán (ella, naturalmente, no decía el nombre en catalán, Francesc Ferrer i Guardia), y su fusilamiento. Ante el pelotón de fusilamiento, aquel personaje que ella había dejado brillar en su memoria gritó a los que lo ajusticiaron: "¡No tengo miedo a la muerte! ¡Vivan las escuelas laicas! ¡Vivan los niños!". Y yo jamás he olvidado esa escena y tampoco he olvidado que me lo contó mi madre, con ese énfasis y con esas palabras. Ahora he leído una biografía de Ferrer i Guardia y he observado que ella decía unas palabras que no coinciden con la versión del historiador. Pero ahora yo creo a mi madre, nada más.

Porque ella tenía razón (como se comprueba, por otra parte, en Dudas más frecuentes sobre el español de Canarias, que ha editado la Academia Canaria de la Lengua que preside Humberto Hernández) y tenía razón, sobre todo, la vez que se hartó y me dijo una de sus más terminantes remamas (que es como llamaba a las reprimendas). En aquella ocasión yo debía hallarla en una de sus antiguallas (que no eran tales), y la llamé al orden que marcaba la voz de la radio. Entonces ella me dijo: "Mira, Juanillo, yo sé decir hilo e hilacha y mierda pa quien me tacha".

Hace años le expliqué a Grijelmo este hecho. Pero como mi gratitud es indeleble aquí lo vuelvo a contar.

Por cierto, hablando de errores. Rondó por mi cabeza un conflicto de nombres propios cuando escribí mi intervención de elogio a Los Silos que ayer publicó con mucha gentileza El Día y que constituyó mi discurso ante el público que celebraba el viernes el primer día de fiesta de la hermosa villa de la Isla Baja. Ahí rectifiqué, ante el público, pero en el texto publicado mantuve por imprudencia y confusión el nombre de Antonio Lorenzo, profesor admirado y bien amado, a quien llamé Antonio Lozano. Le pido disculpas al amigo Antonio Lorenzo igual que, retrospectivamente, le pido disculpas a mi madre.