Lope Afonso ha presentado la dimisión de todos sus cargos públicos y orgánicos y ha anunciado su baja como militante del PP. Lo hace, según dice, porque considera que una persona condenada a inhabilitación -incluso en una sentencia no firme- debe apartarse de la vida política. Su decisión resulta llamativa por inusual, por poco frecuente. En este país, donde nadie dimite por nada, y donde las personas usan a los partidos para lograr sus fines y los partidos usan a las personas como si fueran peleles sin criterio, lo que ha hecho Afonso es un exotismo. Las sentencias deben acatarse, aunque no sean firmes o resulten, como esta, completamente desproporcionadas. Hace unos años, antes de que la nueva política viniera a explicarnos que el nuestro es un país de castas que sólo buscan sillones, se juzgaba a los políticos con más sensatez que ahora. Existía una línea roja que separaba al político venal, ladrón y sinvergüenza, del político que se equivoca por desconocimiento o torpeza. Hoy, no se aplica diferencia ninguna: nueve años de inhabilitación para el ejercicio de la actividad pública parece la condena que debiera aplicarse por un delito grave, y el delito de Afonso, cometido siendo un concejal imberbe, fue autorizar que se montaran unos mercadillos de artesanía. Nueve años de inhabilitación es una condena a dejar lo público de por vida, aún a sabiendas -como admite la sentencia- de que no hubo intención de malversar recursos públicos, mucho menos de obtener algún tipo de gavela. Además, la historia de esta condena es bastante chusca, tiene que ver con un pleito personal llevado ante los tribunales, con una petición fiscal en el borde mismo de lo que permite el Código, y con la decisión de la jueza de aceptar la petición fiscal sin apenas tocarla. Por el camino, se han cargado a un tipo decente, partidario del diálogo y la tolerancia, y que -con su decisión de renunciar desde ya a un salario público, irse a casa y defenderse sin refugio partidario o institucional- demuestra dignidad y buena crianza, algo que puede darse perfectamente (o justo lo contrario) en cualquier ámbito ideológico.

Por supuesto que esto son gajes del oficio, riesgos de dedicarse a una profesión tan degradante como es la política. Por eso, lo que resulta de verdad incomprensible de esta historia no es que Afonso sea condenado. Le tocó pagar en ese casino de loterías que es nuestra Justicia. Una Justicia de justicieros, cada día con más ínfulas ejemplarizantes, obsesionados con las desvergüenzas ajenas, y miopes perdidos ante su propia mundanidad. Lo que resulta más doloroso de esta historia es que, mientras un condenado en primera instancia carga su dignidad en el petate y se manda a mudar, atruena la reacción en marcha, y sus colegas de lo público, instalados en la cacería general de los otros, hacen coro de plañideras. Como muestra, el comunicado de Podemos en el Cabildo de Tenerife, calificando a Afonso de "persona involucrada en un caso de corrupción". Un comunicado que pretende demostrar una supuesta tolerancia cero con la golfería, pero que es sólo un más que evidente desprecio por la presunción de inocencia.