Ayari Takiru era el hombre más educado del mundo. Verlo en acción, con el aire despreocupado de quien acostumbra a ejercer la noble virtud de la cortesía natural, era un auténtico espectáculo. Un ser extraño en una sociedad agitada e incivilizada; de esos que se toman el tiempo necesario para disfrutar de los instantes mágicos que obviamos por las prisas de la vorágine actual. Takiru llegó hace 20 años de Japón a Tenerife para enseñarnos que la normalidad no debe convertirse en la excepción, para decirnos al oído que pongamos una pausa y nos deleitemos con el privilegio de lo más cercano. Apasionado de las novelas de Murakami, recreaba la obra Baila, baila, baila, emulando al redactor freelance todoterreno que volvía a ciertos escenarios de su vida para ajustar cuentas con el pasado. Jamás conocí a alguien que encajara con tanta honestidad en nuestra sociedad canaria, a la que amaba y respetaba con ejemplos tan paradigmáticos como maravillosos. Takiru devoraba los chicharros fritos, con las mismas ganas que Winston Churchill degustaba tal manjar en una conocida fonda de Santa Úrsula en 1959. Me enseñó lugares que ni yo conocía, pero, sobre todo, me demostró lo lejos que en ocasiones estamos de practicar la empatía. Takiru cumplía con los colores de los semáforos y respetaba el derecho de paso, mientras los valientes viandantes se miraban sorprendidos por no cruzar en rojo. Takiru pedía factura, siempre quiso que prevaleciera la legalidad por encima del enriquecimiento ilícito, porque aunque no lo creamos, con ese simple gesto se pagan hospitales y colegios. Takiru borraba pintadas y regaba zonas verdes ante la mirada atónita de los jardineros; decía que cuidar una planta era dar las gracias a la naturaleza. Era reconfortante verlo sentado con los más viejos, haciendo un esfuerzo por entender su sabiduría, la manera en que atendía sus experiencias. Creo que hasta los animales se le acercaban, como percibiendo en él una cualidad poco apreciada por los humanos. Nunca se quejaba de nada; hacía una cola eterna y sonreía, tardaba el camarero y asentía con la cabeza a manera casi de reverencia. Me preguntaba si esa forma de actuar y de ser venía motivada por su procedencia, por llegar de un país sosegado cuyo año se inicia con la floración de sakura. Venía de un punto de Oriente donde caminar y comer no está bien visto, donde se puede dormir en el hombro del vecino durante el trayecto del metro; aterrizó desde un país donde los niños y niñas limpian y cuidan sus colegios. Vamos, igualito que aquí si el sueño no da tregua y dormimos en el hombro del otro en la guagua 101. Lo tenían que ver bebiéndose una cervecita bien fría con unas lapas. El hombre casi se las comía enteras. Me pedía que le recomendara libros sobre culturas aborígenes canarias, y como no podía ser de otra manera, le regalé una fantástica obra del profesor Antonio Tejera Gaspar, un merecidísimo Premio Canarias. Era tan humilde que me extrañaba, porque con su aceptable español me explicaba que tenía una empresa de vehículos de ocasión en Kobe. Cuando regresó a su ciudad natal, nos dimos cuenta de la bondad de Takiru. Nos envió una carta, a la antigua usanza, porque los japoneses son mucho de tradiciones. En ella, nos constató algo extraordinariamente inesperado: "Queridos amigos, gracias por estos días tan increíbles en Canarias. Me gustaría pedirles que, pasados unos meses, me cuenten si el señor Rodolfo está contento con su andador; si la señora Melisa pudo ver a su prima después de 20 años; y si por fin, Jorge pudo acabar la carrera tras tantos años de esfuerzo compaginando trabajo con la universidad". Ese señor que vendía vehículos de ocasión en un país tan lejano regaló esperanza, convirtiendo las penas en alegrías, y demostrando que la solidaridad es el idioma internacional. Era, el hombre más educado del mundo.

@luisfeblesc